lunes, 14 de enero de 2013

Flores para Verónica.

Amaneció con una ligera llovizna. Una espesa capa de nubes grises cubría todo el cielo, como un sombrero, a pesar de que los meteorólogos habían anunciado un día despejado. Víctor pensaba que los meteorólogos eran estúpidos y aquellas nubes no hacían más que confirmarlo. Víctor tenía cuarenta y ocho años y no había habido ni un día en que no pensara que los meteorólogos eran estúpidos.
Dejó de mirar por la ventana y fue hacia el baño, donde se dio una ducha rápida mientras escuchaba de fondo el rumor de la televisión en el piso de abajo. Verónica debía estar quedándose sorda, cada vez subía más y más el volumen de la televisión. Tras la ducha, Víctor se vistió con su traje negro y se miró al espejo. Se mesó el cabello, que en juventud había sido muy oscuro pero se iba llenando de más y más zonas grises, como las nubes en el cielo. Los años y el estrés también habían ido cavando tumbas en su piel y su cara estaba poblada de surcos de arrugas, cada vez más abundantes, cada vez más profundas. Apenas reconocía en sí mismo a aquel muchacho atlético que llenaba las gradas de admiradoras femeninas en cada partido de fútbol. Una de aquellas había sido Verónica, que tenía aires de grandeza y una melena larguísima, negra como la noche y que hacía juego con sus ojos. Víctor suspiró al situar a aquella chica de las gradas en el piso de abajo, totalmente inmersa en sus programas del corazón y con problemas de oído a los cuarenta y seis. Se alisó la camisa sobre el abdomen, plano. Había perdido su tono muscular, pero seguía siendo alto y delgado, aunque echaba de menos sus nalgas. Verónica solía reírse cuando eran unos jóvenes diciéndole que era Ironman porque tenía las nalgas de acero. Víctor no se había dado cuenta de cuánto le gustaba eso hasta que se encontró un día con ellas desinfladas como globos.
El grito de su mujer diciéndole que bajara de una vez a desayunar lo sacó de su ensimismamiento sobre sus glúteos y le crispó los nervios. Con los años, el tono dulce (aunque siempre un poco escandaloso) de Verónica había ido evolucionando hasta un pitido estridente a todo volumen que irritaba tremendamente a Víctor y le daba dolor de cabeza. Con la esperanza de no oírla gritar mucho más se apresuró a bajar las escaleras y sentarse a la mesa de la cocina. Su mujer, ensimismada con la televisión, le sirvió dos tostadas requemadas y duras como piedras en el plato, embadurnadas de mermelada de mecolotón. Víctor apretó los labios.
-Querida, ya sabes que no me gusta la mermelada de mecolotón.
Verónica giró entonces sus oscuros ojos hacia él y alzó una de sus estilizadas cejas negras que estaban totalmente en discordancia con aquel tono rubio piolín conque se había teñido para parecer más joven.
-Pues es la que nos queda -respondió silabeando y mordiéndose la punta de la lengua al final de frase como hacía siempre que se la molestaba -Si no te gusta tal vez deberías mover tu flaco culo hasta el supermercado e ir a comprar. No va a pasarte nada porque hagas tú la compra de vez en cuando.
-Verónica, tengo que trabajar -Víctor suspiró- Trabajo ocho horas diarias y soy el único que trae dinero a esta casa, no creo que sea tanto pedirte que cuando vayas a la compra me traigas el tipo de mermelada que me gusta.
Verónica volvió a centrar su atención, que ya había devuelto al televisor, en él haciendo una mueca con los labios.
-¡Válgame Dios! ¡El señor banquero, que se pasa ocho horas sentado en una silla aplanándose más el culo no puede gastar diez minutos de su tiempo en ir a comprar mermelada al supermercado!
-Verónica, cariño, no estoy diciendo eso -Víctor miró a su mujer empezando a balbucir como un bebé. Verónica era una mina, y por poco que la pisase explotaba haciéndole estallar en mil pedazos. Día tras día- Es sólo que a mí no me gusta, cariño, es tirar con el dinero porque tú no comes mermelada y yo no soporto el melocotón. Es sólo eso.
Su mujer entrecerró los ojos y un destello maligno cruzó por ellos. Agarró el bote de mermelada de melocotón con una de sus manos de uñas perfectamente esculpidas y lo estrelló contra el suelo con todas sus fuerzas. Víctor se encogió ante el sonido, que sonó como uno más de los gritos diarios de Verónica, y rezó para que la mermelada no lo salpicara. No hubo suerte.
-¡Ya que tiro con el dinero al menos voy a hacerlo deprisa! -rugió su mujer. Y después añadió, maliciosamente- ¿Por qué habría yo de traerte mermelada que te guste cuando tú ya nunca me traes nada? ¡Ni unos bombones, ni unas flores!
Víctor suspiró y en su cabeza se imaginó a sí mismo dándole golpetazos a un muro con la frente. Otra vez la misma historia de las flores.
-Verónica, no tengo dinero para esas cosas. Tienes...tenemos -se corrigió al ver la expresión de su mujer- muchísimos gastos al mes. Te compro ropa y zapatos nuevos todos los primeros de mes, te doy dinero para salir con tus amigas, y sólo tengo un sueldo -gimió implorante.
-Tanto ser banquero, ¿y para qué? Cuando me casé contigo esperaba otra cosa. -hizo una mueca desdeñosa - Limpia todo esto antes de largarte a ese trabajo de mierda que tienes. Y límpiate tú también, maldito hijo de puta -escupió Verónica mientras señalaba su camisa sucia. Acto seguido se giró al televisor.
Víctor se cambió de camisa, aplicó una gota de lavavajillas a las manchas de mermelada de la que acababa de quitarse y limpió apuradamente el suelo de la cocina esperando no llegar tarde. No abrió la boca para protestar en ningún momento, confiando en que su mujer siguiera atenta al programa y no arremetiese contra él otra vez. Una vez cerró la puerta tras de sí y se encaminó hacia el coche el nudo de la garganta comenzó a remitir y el labio inferior a temblar. Estuvo a punto de echarse a llorar, pero lo evitó masajeándose ambos párpados. Verónica acababa con él, la situación era insoportable desde hacía años, pero no podía conducir llorando y necesitaba llegar al trabajo. Condujo a través de la fría bruma que iba adornando con perlitas de agua el pequeño coche donde Víctor se sentía tan a salvo. Llegó al trabajo dos minutos antes de su hora de entrada, aparcó con facilidad y esbozó una falsa sonrisa para los clientes.

Era ya última hora de la mañana y los trabajadores del banco comenzaban a irse a casa. Víctor seguía sentado frente a su mesa acabando el papeleo cuando sus ojos se posaron en la foto de boda enmarcada que adornaba una de las esquinas del escritorio de madera. En ella se veía al apuesto y joven Víctor y a una espléndida y radiante Verónica semicolgada de su cuello y sonriendo a cámara con la larguísima melena azabache rodeando la cintura blanca del vestido de novia. Víctor se preguntó qué había pasado con aquella chica.
Verónica y él nunca habían tenido hijos, porque nunca había sido el sueño de ella. Él quería un pequeño o dos, pero ella detestaba los niños y no hubo manera de convencerla. A pesar de todo Víctor lo aceptó porque estaba totalmente enamorado de ella y siempre pensó que la vida a su lado sería feliz con o sin hijos. Sin embargo, empezaron a pasar los años y Verónica se iba quedando anclada en sus veinte. Quería salir siempre y comenzó a enfadarse cuando Víctor le decía que a él no le apetecía, que había estado trabajando y quería descansar. Ella no tardó en dejar su trabajo como camarera arguyendo que el sueldo de Víctor llegaba sobradamente para mantenerlos a ambos cómodamente, y empezó a disponer del dinero de él en cuanto este cobraba. Todos los primeros de mes recorría las tiendas de ropa, las de cosmética y las zapaterías, comprando por encima de sus posibilidades y dejándolos varios meses en números rojos. Llegó a echar mano de los ahorros privados de él para comprarse un bolso de tres cifras o para pagar las facturas de móvil desorbitadas que llegaban tras mantener conversaciones de horas con sus amigas o participar en sorteos televisivos. Y no había tardado en llegar el asunto de las flores. Verónica se había dado cuenta pronto de que su marido tenía cada vez menos detalles con ella y comenzó a echárselo en cara. Víctor se había defendido alegando que ella gastaba en exceso y le importaba más poder llenar los platos que los jarrones, pero lo cierto es que, igual que las flores, algo comenzaba a marchitarse dentro de Víctor. Se veía todos los meses haciendo malabarismos para lograr mantener a una mujer que lo envenenaba constantemente con su lengua. Se recordaba a sí mismo que era Verónica, pero ya no la veía. Después se tiñó de rubia y se encaprichó con operarse el pecho y la chica de las gradas desapareció para siempre bajo los implantes de silicona que impidieron, otro año más, que Víctor pudiera comprarle un regalo de cumpleaños a su madre. Apretó los labios, enfurecido, al recordarlo. Su madre, bendita mujer, que siempre se lo había dado todo, trabajando dobles turnos en una cafetería o limpiando escaleras para sacar adelante a su hijo de soltera. Su madre, que al conocer a Verónica la había tratado muy bien y luego le había preguntado a Víctor, preocupada, si estaba seguro de querer casarse con aquella chica. Si le hubiera hecho caso...La injusticia de no haber podido comprarle aquel regalo de cumpleaños a su madre, aquel viaje a México que ella siempre había querido y al que iba a ir con ella, únicamente por ponerle un par de tetas de plástico a la vieja arpía de la mermelada. Su madre le había dicho con una sonrisa sincera pero triste que no importaba, que era suficiente que él fuera a verla, le diera dos besos y le dijera "feliz cumpleaños, mamá", pero Víctor había ardido de cólera ante la impotencia igual que lo hacía ahora al recordar la desfachatez de su mujer: primero había robado los ahorros para el regalo, los había gastado y después se había defendido argumentando que algún capricho debía tener ahora que ya nunca le regalaba flores.
Víctor se sorprendió a sí mismo apretando la punta del bolígrafo contra uno de los papeles y aflojó la presión. Miró la marca en el folio, la "abolladura" y otro recuerdo lo atrapó: aquella tarde que había vuelto del trabajo y Verónica había saltado hacia él como una niña pequeña. Víctor se había sorprendido, pero había aceptado su efusivo recibimiento y sus cálidos besos de muy buen grado. Entonces ella le había preguntado si le había traído flores, y cuando Víctor repuso que no, sorprendido, Verónica comenzó a gritarle que era un maldito hijo de puta. Había agarrado uno por uno los jarrones del recibidor y se los había arrojado: uno al estómago, dos a la cabeza, donde había aflorado al cabo de unas horas un imponente chichón. Una abolladura.
Víctor comenzó a apretar el bolígrafo de nuevo y movió rabiosamente la mano a un lado, al otro, arriba, abajo, rasgando el papel mientras rechinaba los dientes.
Flores. Flores. Flores. Siempre era la misma puta palabra, la misma puta petición, las flores. No hacía mucho, de camino a casa tras un paseo en una noche veraniega había ido arrancando flores a medida que las encontraba y creó un dispar manojo que ofreció a su mujer con una amplia sonrisa. Verónica las había mirado con asco, las había arrojado directamente a la basura y le había gritado diciéndole que si de verdad creía que así se regalaban flores a una mujer, que tenía que ser un ramo bonito y de una floristería, un ramo que se pudiera exponer en la entrada y del que presumir cuando sus amigas fueran a visitarla. Verónica nunca lo supo, pero le partió el corazón a Víctor al tirar el improvisado ramo al cubo de la basura.
Víctor empezaba a notar los tirones en la mandíbula, los secos quejidos del músculo al seguir rechinando los dientes. Odiaba a Verónica. El sonido de sus dientes chirriando la fila de arriba contra la fila de abajo le recordó al pitido infernal de los gritos de Verónica. Cómo la odiaba. Siguió apretando el bolígrafo con la mirada fija en la Verónica feliz de la foto de boda hasta que este se partió y el plástico duro le hizo un pequeño corte en la palma. La punzada del corte lo sacó de su ensimismamiento. Bajó la vista hacia él, donde un hilillo de sangre asomaba y la idea que lo acució le hizo mirar la hora, levantarse de la silla y terminar su turno en el banco.
Condujo deprisa y al llegar a casa metió la llave en la cerradura con cuidado. Al abrir la puerta oyó el desmesurado volumen de la telenovela de las cuatro. Se guardó las llaves en el bolsillo, ya que iba a volver a salir, y se encaminó a la cocina. Llegó al cubo de basura, se agachó y recogió uno de los trozos de vidrio manchados de mermelada de melocotón. Procurando no mancharse los dedos se acercó con lentitud a la silla donde Verónica estaba sentada totalmente absorta con el televisor. Entre el volumen tan elevado y sus problemas de oído no oyó acercarse a Víctor y la tomó completamente por sorpresa cuando este le rodeó el cuello con un brazo y le rajó limpiamente la garganta, de un lado a otro, con el vidrio del tarro de mermelada. Verónica cayó al suelo y no tardó en morir desangrada mientras Víctor la miraba impasible.
Pasó largo rato sentado en la silla en la que ella había sido asesinada sintiendo remitir el odio y la rabia a medida que el suelo iba empapándose de sangre. Al caer la noche envolvió el cadáver en las cortinas de plástico de la ducha, lo montó en el coche y condujo muchos kilómetros para enterrarla lo más lejos posible. Después volvió a casa, a la tranquilidad del televisor apagado, y limpió a fondo.
Pasaron varios años y jamás encontraron el cuerpo de Verónica. La hipótesis más extendida fue que se había fugado con algún amante, ya que sus amigas sabían a ciencia cierta dos cosas: una, Víctor era un calzonazos y dos, Verónica estaba harta de él y en cuanto encontrase otro que la mantuviese seguramente lo abandonaría. Víctor, mientras tanto, se fue a vivir con su madre y vendió su casa. Con el dinero que le dieron por ella llevó a su madre de viaje a México y varios países más.
Una pequeña parte la guardó y una mañana de sábado se levantó y se encaminó a las tiendas del centro. Fue a varias, cargando su compra en el coche con cuidado de no estropearla, gastando un pequeño montón de dinero. Después condujo durante un par de horas y media. Aparcó a unos ocho metros de la tumba improvisada de Verónica, abrió el maletero del coche y fue apilando la delicada mercancía en la tierra, sobre el cadáver de su esposa. Una lluvia de flores salpicando el crimen. Cuando no quedó ni una flor en el coche Víctor se echó a reír histéricamente, hizo una mueca con la boca y susurró:
-Disfruta de tus flores, maldita hija de puta.

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