jueves, 26 de junio de 2014

Hambre.

Mi amor se quedó a comer.
Una vez,
Dos veces, 
tres.
No me acuerdo bien, 
la verdad.
Yo no tenía nada para darle.
Como un niño famélico me miró;
sus ojos, una súplica implorante.
"Lo siento", murmuré.
Frente a mí lo vi cambiar,
quitarse la carne,
como quien se quita la camisa.
Y luego mi amor era hambre,
hambre llenando mi cocina.
"¡No tengo comida!", le grité
y me miraba con sus cuencas
casi vacías.
Siguió esperando porque dicen que
la esperanza da de comer
muchos días.
Mil lunas el Sol se tragó,
y mi amor no cedía,
y al final eran huesos de amor
sentados en una silla.
Quién soltó el perro que los royó
nunca fue una intriga;
yo era mero espectador
de esta obra asesina.
Pude levantarme, cogerlo e irme,
pero lo cierto es que no se dejaba.
Seguía comiendo esperanza
mientras le roían la tibia.
Al final los huesos estaban tan partidos
que solo eran astillas,
astillas desparramadas en el suelo,
pero aún veían;
y oía su voz suplicar
"¡por favor, dame comida!"
y nunca entendió que mi especialidad
era servir heridas.

Quién sabe cuánto tiempo comerá esperanza,
aguardando a la deriva,
sin rumbo ni ideas ni balsa,
ni una bala suicida.

Pude levantarme, cogerlo e irme,
pero lo cierto es que no se dejaba.
Seguía comiendo esperanza
mientras le roían la tibia.

viernes, 14 de febrero de 2014

Los hilos de la locura.

Observaba su sombra tras el estor de su ventana, toda ella negra, mientras la chica se cambiaba y se ponía el pijama sin imaginarse por un segundo que estaba siendo acechada. Marta, caliente pero ya poco cómoda dentro de su coche escondido tras la maleza, encontraba un extraño placer en solo ver la sombra negra, ya que le parecía que el estor producía una magia que le permitía ver directamente el alma de su presa. Sabía perfectamente que tras la blancura de su piel dormitaba una rastrera oscuridad.
Ahora la escudriñaba con los ojos de quien está oculto y la observaba con desagrado mover sus miembros y meterlos ágilmente en las perneras de su pantalón de pijama o en las mangas de la camiseta. Luego los dedos fueron rápidos y abrocharon todos y cada uno de los botones, o eso le pareció. Tal vez se había dejado uno o dos sin abrochar, pero el caso es que no importaba. Lo único que importaba era la soltura conque manejaba sus brazos, sus piernas y sus dedos manchados de bestialidad y no de culpa, el libro albedrío de sus movimientos. Marta apretó los dientes fuertemente y flexionó sus propios dedos, que ahora estaban ahí, sueltos y libres, pero que habían estado secuestrados tanto tiempo por la chica de detrás del estor. Una vergüenza poco natural en ella le encendía las mejillas del rojo de la ira al pensar que había dejado a aquella vocecita amable colarse en su cabeza hasta hacerse con todo el control. La chica de detrás del estor era como una araña con alas de mariposa. Había fingido ser lo suficientemente inocente e indefensa para ganarse el cariño de Marta, y luego sus hábiles y largas patas llenas de venenosos pelos se habían introducido en su oído con tal cuidado que ella no había notado ni siquiera unas cosquillas, hasta llegar al cerebro. Allí, la araña comenzó a producir su tela, embotando los sentidos de Marta con aquel veneno que llamó amistad, hasta tener el cerebro tan comprimido y enredado en su tela que se había hecho con el control.  Fue entonces cuando se desprendió de sus falsas alas de mariposa. Marta tardó en darse cuenta de que un brebaje delicioso como era la amistad no podía estar dejándole semejante sensación de devastación en el cuerpo, y fue entonces cuando comenzó a desconfiar de aquello que le ofrecía la mariposa. Supo controlarse lo suficiente como para sonreír a cada vaso de veneno que su amiga le tendía, fingir que lo bebía y que seguía adorando aquella delicia tanto como al principio. Con el cuerpo libre de veneno, los sentidos de Marta supieron ser más fuertes que el control de la chica de detrás del estor, y una vez recuperada su embotada vista Marta vio a la araña. Reaccionó con un asco descomunal. Después de descubierta, la araña no tuvo más remedio que abandonar la presa, ya que Marta se arrancó uno por uno los finos hilos que ella había ido tejiendo y manejando. Quedó al descubierto, expuesta, y entonces huyó poniéndose de nuevo sus alas de mariposa.
El asco seguía presente en todos los órganos de Marta. Cada miembro del que había recuperado el control quería aplastar a la araña como el repugnante bicho que era. Y al observar cómo movía aquellas delgadas y venenosas patas abotonándose el pijama, la furia que la consumía era mucho mayor. La araña tejía redes sin entender la impotencia de verse atrapada en una. Siempre había movido sus brazos y piernas, sus pies y sus manos, sus veinte dedos como a ella le placía. A Marta le hubiera gustado poner el pie sobre aquel insignificante insecto, cargar todo su peso contra él y oír el crujir del cuerpo y las patitas traicioneras hasta que pudiera levantar el zapato y encontrar en su suela una masa asquerosa y acabada que no podría volver a hacer daño a nadie. Pero los planes que tenía para la araña incluían mucho más que eso.

Observó la sombra detrás del estor hasta que apagó la luz y, supuso, se tendió en la cama. Al tiempo que la habitación de la araña quedaba sumida en la oscuridad, una burbujeante luz fue encendiéndose en Marta. La excitación empezaba a consumirla. El reloj del coche marcaba que solo pasaban ocho minutos de las doce, y todavía era tiempo de esperar.
La espera fue engullendo las horas y Marta se permitió dormir un par incómodamente en el asiento. Cuando se despertó buscó la hora y encontró que eran las 2:54. Y las 2:54 significaban que Marta no tenía que esperar un solo segundo más. Enfundó sus manos en guantes de látex, ató su pelo y lo mantuvo prisionero en  una falsa calva que había comprado en un bazar barato y cubrió lo máximo que pudo su cara. Luego salió reptando del coche. Sus ropas negras se movían seguras amparadas en la oscuridad y fueron aproximándose a la casa. Cuando llegó a la puerta trasera rebuscó entre las piedras hasta dar con la que buscaba. Le dio la vuelta y observó burlonamente que la llave seguía adherida con celo. Una punzada de ira recorrió su médula espinal al comprobar lo segura que se sentía la araña, como si no supiera que se había enfrentado a una fuerte enemiga, y otra de deleite la sustituyó al pensar en lo pronto que se daría cuenta de su error.
Tomó la llave, la metió en la ranura e hizo girar la cerradura con un movimiento de aquella muñeca que podía controlar al fin. Sonrió al pensarlo. Como una exhalación entró en la casa y se quedó parada en el oscuro vestíbulo, esperando. Si oía algún sonido que indicaba que la araña se había despertado era preferible estar lo más cerca posible de la puerta. Unos segundos anclada junto a la entrada de la casa le bastaron para confirmar que no se oía nada. La araña dormía sintiéndose a salvo. Las piernas que podía volver a controlar se pusieron en marcha, sorteando los muebles hábilmente a pesar de la ausencia de luz, subieron las escaleras y llegaron hasta la puerta de la habitación. Sus dedos se deslizaron en el pomo, empujaron la puerta y sus pies la llevaron sigilosamente hasta la cama. La observó dormir tan plácidamente como si todo lo bueno del mundo se debiese a ella. Después sacó el martillo de la mochila que llevaba con ella, alargó la enguantada mano y zarandeó ligeramente a la araña. La chica frunció el ceño por ver su sueño truncado y llevó una mano a sus ojos para frotárselos. Marta, erguida junto a la cama, estudió cada movimiento tan libre de las patas de la araña con rabia asesina. Después, la falsa mariposa abrió los ojos al fin y se encontró con la negra figura al lado de su cama. Su mirada se dirigió directamente a los ojos del intruso, lo único que podía ver. En el momento que los reconoció su boca se abrió para dejar escapar un grito de horror al mismo tiempo que el martillo de Marta impactaba contra su nuca.

La araña abrió los ojos y en cuanto la luz penetró en ellos un ramalazo de dolor intenso cruzó por su cabeza. Quiso levantar una mano para agarrarse el cráneo, pero no pudo. Llevada por la curiosidad y el pánico volvió a entreabrir los ojos y se encontró tumbada y atada en un sitio completamente desconocido. La habitación tenía las paredes grises y desconchadas, y unos potentes faros la iluminaban. Miró a su alrededor frenética, con el miedo crispándole la piel y el cerebro intentando urdir un plan de huida. Sus ojos se posaron entonces en Marta. Con el mismo atuendo con el que la había sorprendido en su casa, estaba sentada pacientemente en una silla. Se había descubierto la cara y su expresión era de tranquila paciencia. Cuando sus miradas se cruzaron Marta sonrió y le dijo "Por fin te despiertas", paladeando cada sílaba como si eso le produjera un gran placer. Entonces la araña entendió que no había intentado matarla en su dormitorio y fallado, sino que la había querido allí, viva y, sobre todo, despierta. ¿Por qué?
Como si hubiera leído su pensamiento, Marta se incorporó y se dirigió lentamente hacia algo que estaba a sus pies. La chica tumbada intentó mirar, pero el fuerte correaje hacía demasiada presa y no le permitía moverse apenas. Sin embargo, Marta movió el objeto misterioso que se hallaba a los pies de su presa hasta dejarlo a la altura de sus ojos, y entonces la araña pudo ver que se trataba de una bandeja elevada sobre unas patas con ruedas. Lo que vio sobre la bandeja le heló la sangre. Enormes ganchos y gruesos hilos adornaban la superficie metálica. Buscó los ojos de Marta y en ellos solo vio una satisfacción extrema ante su reacción de miedo.
Cada hilo estaba unido a un gancho transformando aquello en una especie de macabra aguja de coser. Los dedos de Marta tomaron delicadamente uno de los ganchos y el hilo lo siguió de forma dócil. Fingió examinarlo ante sus ojos como si se sorprendiera de ver semejante cosa, y luego una sonrisa de tiburón cruzó por su cara. La araña no tardó demasiado en entender que aquel gancho se dirigía a ella con la plena intención de atravesar su carne.
Marta comenzó por aquellos miembros que la chica podía ver. Aparte del dolor que iba a causarle quería ver el horror que le producía ver su carne maltratada. Cada gancho fue introduciéndose deliciosamente en la piel y el músculo de la araña: los primeros en sus brazos, y luego continuó hacia las muñecas y las manos. Para los dedos usó ganchos más pequeños, y aún así un seco chasquido y el alarido de la falsa mariposa le confirmaron que uno de ellos había hecho pedazos un hueso. Entonces observó que, de hecho, los dedos rotos eran más flexibles y adecuados para su tarea, así que partió uno por uno los nueve dedos restantes e hizo otro tanto con los diez dedos de los pies. Sus ganchos siguieron atravesando la blanca carne de las piernas, los tobillos y los pies, y los alaridos se volvieron extremadamente intensos cuando alcanzaron las blandas zonas de su monte de Venus, sus caderas, su estómago y sus pechos. La araña sollozaba con gritos histéricos mientras las lágrimas resbalaban de sus mejillas. Marta pudo ver que el terror se acrecentaba todavía más cuando los implacables ganchos se acercaban a su cuello, y suplicó aún más clemencia cuando los pequeños que quedaban fueron aproximándose a sus mejillas, sus labios e incluso sus párpados. Cuando Marta terminó con el último párpado la araña era una masa sanguinolenta, inflamada y asustada que suplicaba como nunca hubiera imaginado hacerlo al dejar insultantemente la llave de su casa debajo de la piedra de siempre. Fue entonces cuando Marta desató todas las correas y la pobre chica abrigó la esperanza de que, una  vez terminada aquella macabra misión, la dejaría marchar.
Sin embargo, todavía había un brillo malicioso en los ojos de Marta. Su cometido no había acabado ni mucho menos. Separó cuidadosamente unos hilos de otros, escogió unos cuantos y tiró de ellos con celeridad. El grito de dolor de la araña rasgó el aire mientras, involuntariamente, su brazo. su muñeca y su mano derecha se elevaban en el aire. Después Marta inició un escalofriante baile con sus dedos, tirando de los hilos y luego aflojándolos mientras entonaba una canción infantil que la falsa mariposa no conocía. Después de jugar con sus extremidades, Marta tiró de los ganchos que atravesaban el pecho, la ingle, el estómago y las caderas para obligarla dolorosamente a incorporarse. La araña cometió el error de saltar de la camilla e intentar escapar, pero todos sus dedos rotos hicieron imposible su huida. Se cayó estrepitosamente, manchando el frío suelo de sangre, y Marta tiró de nuevo de los hilos abriendo más las heridas.

Quién sabe en qué momento se rindió la araña. Quizá llega un punto donde el dolor es demasiado y la mente humana opta por evadirse. Marta la sentó en la silla y siguió controlando sus miembros, con un placer inmenso al comprobar que la araña no podía controlar sus asquerosas patas. Pronto la chica se dio cuenta de que la había convertido en una marioneta y solo pudo llorar todo lo fuerte que supo porque aquellos hilos dolían mucho más que los que ella había tejido.
Cuando Marta se cansó, o bien se vio ya satisfecha, ató todos los hilos a una viga del techo. La araña gritaba de forma ronca. Algunos de los ganchos desgarraron la carne y tuvo que clavarlos de nuevo, pero las cuerdas vocales de la chica también estaban demasiado maltratadas. No se esforzó en limpiar, ya que no había ninguna prueba que dejase evidencia de su presencia allí. Lo único que podía delatarla ya había perdido tanta sangre que solo la mantenía consciente el dolor, pero pronto moriría.
Marta recogió su mochila y salió por la puerta. Se giró a cerrarla y observó a la chica suspendida en el aire por última vez para captar una imagen que no olvidaría nunca: una araña convertida, al fin, en un títere infernal.

viernes, 24 de enero de 2014

El final de la historia.

Me ha dicho mi psicólogo que trate de imaginarme mi vida como una historia de cualquier libro, que pueda ser leído por cualquiera. Una historia atrapada entre las hojas, guardadas en una estantería, en una biblioteca, o hasta puede que olvidadas en un cajón. Yo soy la protagonista deambulando sin rumbo bajo las exigencias del destino, el azar, los dioses o lo que quiera que sea que me conduzca. Y me ha dicho que extienda mi papel, y más allá de la protagonista me convierta en la escritora: dos párrafos, me ha dicho, que ilustren y cuenten el final que, después de todo lo vivido, deseas para tu historia. Es un proyecto que, por sencillo que parezca, es en realidad exigente y ambicioso, pues las alas que me ha dado permitiéndome ser libre para elegir son también las cadenas de la responsabilidad de hacerlo bien.
Aún así, quería estas alas más que nada. Y en los próximos dos párrafos, volaré con ellas tan alto como pueda.

Este es el final de mi historia.

Las cicatrices en la piel se han ido diluyendo, y ya no recuerdo por ellas ni el filo del metal ni el peso del castigo. La piel limpia se ve como una mañana de verano sin nubes, como la promesa cumplida de la libertad más ansiada durante mi cárcel. No hay nada en mí que me disturbe, todo lo que veo, y todo lo que siento y todo lo que pienso, me hace sentirme feliz de poder vivir un día más siendo yo. Quiero que esta sonrisa no se caiga nunca. Aunque eso ya no me da miedo, ¿por qué iba a hacerlo? Soy todo lo que quiero ser, tengo todo lo que quiero tener. Cada persona que está a mi lado me hace sentir que merezco la pena, cada meta que alcanzo que me hace estar más cerca de cumplir mis sueños me hace sentir que tengo la capacidad de conseguir aquello que me proponga y cada oportunidad que se quedó en el camino es un recordatorio infalible de los errores que nunca puedo volver a cometer.
Y hoy ya no me importa quién se fue, sino quien se quedó, ni me importan las palabras más crueles e hirientes, sino aquellas analgésicas que me fueron ofrecidas después. No importa el tiempo que me haya llevado llegar hasta aquí, sino que ahora ya he llegado, y no importa el pasado oscuro, sino los momentos brillantes que aún están por venir. Hoy sé que tengo la fuerza y los pies firmes, y que por muchas vueltas que dé la Tierra no voy a volver a caerme. Porque hoy, y mañana, y siempre, ya no soy la persona que han intentado hacer de mí, sino que soy yo, y estoy orgullosa de serlo.

lunes, 13 de enero de 2014

El monstruo.

Cuando conocí a mis ojos de tronco de árbol con musgo algo se agitó en mi interior. Una voz dormida, en letargo desde mi nacimiento y acechando cada día desde entonces, hizo su aparición. Una extraña fuerza me dominaba y provocaba escalofríos que me erizaban el vello de los brazos. Fui conociendo los secretos más oscuros, ya no solo suyos, sino los de toda una humanidad corrupta y desfigurada. Los guardaba como propios sobre una espalda demasiado débil, y aún así firme, y los guardó durante tanto tiempo que acabaron por ser pecados personales. Así que un día me dijo "tú me has enseñado que se puede amar a un monstruo" y me sentí llena de dicha y orgullo por haber abrazado amorosamente todos sus defectos y por quererle, sin importarme lo monstruoso que fuese.

Ahora ha pasado el tiempo, casi tres años desde aquella frase de esperanza, y ambos hemos crecido. Nos alejamos tanto que parecía que jamás íbamos a volver a estar cerca. Y sin su soporte, sin el soporte de nadie, me caí irremediablemente y fui tragada por un oscuro mundo de penumbras y dolor que me envolvió hasta hacerme ser solo una sombra más.
Cuando ya me sentía incluso cómoda allí y tenía mi peine y todas mis cosas una sombra distinta apareció; era la única en aquel infierno que simplemente seguía a un cuerpo. Mi chico de ojos de tronco de árbol con musgo me tendió uno de sus brazos pálidos, largos y enclenques como ramas, y tocó mi cara con sus yemas frías como hojas bañadas de rocío. "Despierta", susurró. Después simplemente se desvaneció entre las otras sombras mientras yo abría torpemente mi boca para explicarle que aquello no era un sueño, simplemente una realidad de pesadilla que me había engullido.
Pero algo cambió en mí. La voz que había cobrado vida cuando él llegó a mí amaneció susurrándome en el oído. Nunca volvió a ser igual. De pronto me iba haciendo más grande y mi oscuridad se iba volviendo menos espesa, hasta llegar a ser tan líquida que la barría de mí cada vez que lloraba, y por fin mi piel pálida y reluciente se adivinaba tras la negritud. Las otras sombras me rehuían, bien por la luz blanca de mi piel, bien porque crecí hasta hacerme imponente o bien porque gruñía enseñando los dientes cuando se aproximaban demasiado, pero lo cierto es que comenzaron a temerme.
Llegó el día donde toda yo volvía a ser piel pálida, que relumbraba cegadoramente en aquella oscuridad perpetua. Yo misma fui mi guía y me orienté hasta encontrar el final de aquel pozo inmenso por el que había caído tras tropezar en la superficie con otra de las bastas piedras que se interpusieron en mi camino, y cuando allí llegué miré hacia arriba y vi el pequeño cielo que cubría el pozo, tan azul y tan claro. Únicamente actué y mis uñas se engancharon a la roca, y mi cuerpo se irguió. En el camino de subida los músculos protestaron duramente, la desesperación por volver a caerme me llenaba los ojos de unas lágrimas que nublaban mi visión y me hacían albergar en mi corazón una congoja enorme...y de pronto, una mano se aferró al borde, a la roca calentada bajo el Sol, y la apretó bajo la palma como queriendo cerciorarse de que allí se estaba. Un último empujón y emergí. Solo que no fui exactamente yo quien emergió.
Sentado en la hierba estaba él, portando los ojos que tanto vi, esperando mi vuelta desde el día que caí al pozo. Me observó tranquilamente y pude verme en sus ojos: colosal, fuerte, con unos afilados dientes, unas inquebrantables uñas y un aura de poder sobre mí misma que nunca antes había estado. Y entonces dentro de mí oí la voz, salvo que no era una extraña, sino la mía. Y hablé, salvo que no era exactamente mi voz, sino la extraña.
El monstruo que dormía dentro de mí, fuertemente guardado por mi miedo a no ser capaz de controlarlo, había despertado y me había tomado dulcemente en sus brazos. Yo era el monstruo ahora, como siempre lo había sido aunque no quisiese admitirlo. Noté mis venas vibrar y la sangre caliente atravesarlas como si estuviera helada, y tras el cielo sin nubes y la hierba más verde solo pude dar gracias de haber dejado en aquel pozo a mi parte débil, solo pude agradecer al monstruo haber tomado por fin lo que le pertenecía legítimamente: yo.
Porque yo soy el monstruo y siempre lo he sido, y eso no es motivo de ruina. Soy un monstruo fuerte y leal, irrompible y eterno.
Y si el miedo me pudo y preguntó si podrían quererme así, él posó sobre mí sus ojos, sonrió y me dijo "Tú me has enseñado que se puede amar a un monstruo".

domingo, 12 de enero de 2014

El renacer.

Ha sido como despertar tras un naufragio, escupiendo agua de mar desde mis pulmones marchitos, estando toda yo empapada hasta llenar el vacío de sal.
El cabello apestando a salitre, apelmazado y revuelto en todas direcciones, exactamente como el naufragio de mi vida durante tantos y tantos meses, la ropa pegada a un cuerpo mustio que había acabado por aceptar como ineludible la vejez que se cernía sobre él a tan corta edad...
Los ojos recorrieron todo el terreno, asombrados de no ver bramantes y temibles olas, de por primera vez en mucho tiempo observar cálida y amorosa arena rozando toda su piel.
Y vuelvo a caer de rodillas, pero esta vez es la última, esta vez solo lo hago porque el peso de mi renacer me abruma, porque quiero llorar, gritar y dar gracias al Universo entre estos violentos estertores de felicidad pura y absoluta.

Desconfianza

 Igual que cuando fuera llueve Y decide una, por no enfermar, Por prevención, porque se conoce el cuerpo, Ponerse un abrigo, la bufanda, los...