martes, 21 de junio de 2016

Cinco siglos

Algunos hemos sido criados en la cuna de la honestidad más perversa.
Llegamos a este mundo sin pertenecer aquí, pero no es culpa nuestra.
El mundo no lo entiende.


Qué más hubiera querido yo que pertenecer a esta época, a este sitio, a esta sociedad.
Hubiera querido ser exactamente igual al molde.
Hubiera querido que algo más que el amor de mi madre me dijese que merecía la pena.

Cuando naces se supone que tienen que quererte. Se supone que eres frágil, indefensa, inofensiva. Se supone que tus padres te aman sin importar qué.
En mi caso nací sujeta a unas expectativas que no cumplí para mi padre.
Mis rasgos le parecían anodinos, aburridos y feos. Quisiera haberle gritado que todo el mundo decía que me parecía a él. Recuerdo sus críticas porque mi mejor amiga era rubia de ojos azules y yo no. Como si hubiera podido hacer algo.
Por entonces no se me daban bien muchas cosas. Mi amiga cantaba y a veces hacía ganar dinero a sus padres. Al ser bonita aparecía en anuncios. Yo no era una niña de anuncio.
Tenía el carácter calmado y tranquilo de todo observador. Así se aprende cómo es la gente, cómo es el mundo. Y escribía. Escribí mi primer poema a los cinco años y trataba sobre el mar y las gaviotas.
Siempre me han gustado las gaviotas aunque la gente diga que son anodinas, aburridas y feas.
Entonces le dijeron que tal vez debería ir a un colegio para altas capacidades. Yo me alegré porque algo me hacía especial, algo se me daba bien. Valía para algo.
Él no.
Me dijo que las mujeres inteligentes se quedaban solas.
Que más valdría tener una cara bonita para que pudiera hacerle ganar dinero con anuncios.
Me sentía tan avergonzada.

Luego el carácter dócil empieza a cansarse y abandonarte. Empecé a pensar que no era culpa mía. Y un día simplemente le grité, le grité que no era nadie.
Esa noche mi madre estaba trabajando y él abrió las llaves del gas.


Si hay un Dios quizá le dio pena una niña tan patética y desolada y me salvó la vida.


Luego dentro de mí se gestó un monstruo. Un monstruo de odio para unos e indiferencia para otros. En realidad una mezcla de ambos para todos.

A los 11 años ya tenía dos siglos.

Tanta observación te ayuda a aprender a encajar cuando quieres.
Tanta observación te enseña a dejar de querer encajar.

Durante años noté algo malo creciendo en mí.
Mi padre no me había querido aunque estaba en el mundo para eso. Los padres quieren a sus hijos. Así que debía haber algo terrible en lo que yo era.
Cada vez que yo me enorgullecía de algo, desdeñaba mi trabajo y mi ilusión. Entonces yo me avergonzaba por haber creído que aquello que había hecho había sido bueno alguna vez.

Los años pasan y todo el mundo aprende a amar de otras maneras.
Yo no quería amar de ninguna de ellas.
Sí hubo gente, idiota e ignorante, que dijo quererme.
Y recuerdo reírme amargamente en sus caras y abrirles la puerta para echarlos.
Yo no podía darle nada bueno a nadie.

Ninguna de aquellas personas había llegado al fondo de mí. Pero si los dejaba entrar verían lo mismo que había visto mi padre y me repudiarían. Ni siquiera sabía en qué punto debía empezar a frenar a una persona, porque no sabía dónde estaba el problema.
Es la tristeza de huir de algo sin saber qué es o dónde se esconde.

Mi vida era un grito silencioso.
Una llamada de socorro en cada sonrisa.

Luego llegó ella, que creí que era mi amiga, y me hizo lo mismo.
Me hizo creer que todo en mí estaba mal cuando estaba empezando a pensar que quizá el problema era que mi padre no veía bien. Y de pronto allí estaba, la innegable verdad. Dos personas veían lo mismo, y no podían estar ambas equivocadas.

Aquello me convirtió en algo autodestructivo y morboso.

Todos los monstruos como yo sueñan con dejar de serlo algún día. Con encontrar el camino correcto y ser lo que son los demás.
Yo lo conseguí a medias.

En mi imaginación la maté treinta y cinco veces por haberse disfrazado de mi amiga.
En mi imaginación me maté treinta y cinco veces por haberme disfrazado de su hija.

Cuando todos estuvimos muertos me di a luz a través del orificio de una herida en el alma.
Con gestos torpes y toscos intenté sin mucho éxito coser la herida.
Como un potro que acaba de ver el mundo anduve hacia la nueva existencia prometida.

Y ahora veo que aquí hay millones de monstruos.
Yo nunca he pertenecido aquí y no puedo sentirme en casa.
Vivo en un albergue, de prestado.

Siempre he sido de otro sitio, o mejor todavía, de otra época.
No me gusta la gente como la que siempre he querido ser.
Es cuando los ves de cerca y vives con ellos cuando finalmente la observación es más objetiva. Es cuando creen que eres uno de ellos cuando se quitan la máscara y te invitan a verlos trabajar.
Todos ellos trabajan en una fábrica de almas ajenas.
Debajo de la piel tersa de su careta se esconde el feo semblante del verdadero monstruo de este mundo. De ese monstruo que se cree con derecho a tomar tu vida entre sus manos y retorcerla hasta que te duela el cerebro.
Ese monstruo que nos crea a los demás y luego nos culpa por existir.

La boca me sabe a bilis al estar tan lejos de casa.
Ahora estoy avergonzada de haber huido hacia lo incorrecto.
Ahora sé que siempre me hará más feliz una lágrima sincera que una risa enlatada.


A los 23 años, tengo cinco siglos.

Desconfianza

 Igual que cuando fuera llueve Y decide una, por no enfermar, Por prevención, porque se conoce el cuerpo, Ponerse un abrigo, la bufanda, los...