viernes, 24 de enero de 2014

El final de la historia.

Me ha dicho mi psicólogo que trate de imaginarme mi vida como una historia de cualquier libro, que pueda ser leído por cualquiera. Una historia atrapada entre las hojas, guardadas en una estantería, en una biblioteca, o hasta puede que olvidadas en un cajón. Yo soy la protagonista deambulando sin rumbo bajo las exigencias del destino, el azar, los dioses o lo que quiera que sea que me conduzca. Y me ha dicho que extienda mi papel, y más allá de la protagonista me convierta en la escritora: dos párrafos, me ha dicho, que ilustren y cuenten el final que, después de todo lo vivido, deseas para tu historia. Es un proyecto que, por sencillo que parezca, es en realidad exigente y ambicioso, pues las alas que me ha dado permitiéndome ser libre para elegir son también las cadenas de la responsabilidad de hacerlo bien.
Aún así, quería estas alas más que nada. Y en los próximos dos párrafos, volaré con ellas tan alto como pueda.

Este es el final de mi historia.

Las cicatrices en la piel se han ido diluyendo, y ya no recuerdo por ellas ni el filo del metal ni el peso del castigo. La piel limpia se ve como una mañana de verano sin nubes, como la promesa cumplida de la libertad más ansiada durante mi cárcel. No hay nada en mí que me disturbe, todo lo que veo, y todo lo que siento y todo lo que pienso, me hace sentirme feliz de poder vivir un día más siendo yo. Quiero que esta sonrisa no se caiga nunca. Aunque eso ya no me da miedo, ¿por qué iba a hacerlo? Soy todo lo que quiero ser, tengo todo lo que quiero tener. Cada persona que está a mi lado me hace sentir que merezco la pena, cada meta que alcanzo que me hace estar más cerca de cumplir mis sueños me hace sentir que tengo la capacidad de conseguir aquello que me proponga y cada oportunidad que se quedó en el camino es un recordatorio infalible de los errores que nunca puedo volver a cometer.
Y hoy ya no me importa quién se fue, sino quien se quedó, ni me importan las palabras más crueles e hirientes, sino aquellas analgésicas que me fueron ofrecidas después. No importa el tiempo que me haya llevado llegar hasta aquí, sino que ahora ya he llegado, y no importa el pasado oscuro, sino los momentos brillantes que aún están por venir. Hoy sé que tengo la fuerza y los pies firmes, y que por muchas vueltas que dé la Tierra no voy a volver a caerme. Porque hoy, y mañana, y siempre, ya no soy la persona que han intentado hacer de mí, sino que soy yo, y estoy orgullosa de serlo.

lunes, 13 de enero de 2014

El monstruo.

Cuando conocí a mis ojos de tronco de árbol con musgo algo se agitó en mi interior. Una voz dormida, en letargo desde mi nacimiento y acechando cada día desde entonces, hizo su aparición. Una extraña fuerza me dominaba y provocaba escalofríos que me erizaban el vello de los brazos. Fui conociendo los secretos más oscuros, ya no solo suyos, sino los de toda una humanidad corrupta y desfigurada. Los guardaba como propios sobre una espalda demasiado débil, y aún así firme, y los guardó durante tanto tiempo que acabaron por ser pecados personales. Así que un día me dijo "tú me has enseñado que se puede amar a un monstruo" y me sentí llena de dicha y orgullo por haber abrazado amorosamente todos sus defectos y por quererle, sin importarme lo monstruoso que fuese.

Ahora ha pasado el tiempo, casi tres años desde aquella frase de esperanza, y ambos hemos crecido. Nos alejamos tanto que parecía que jamás íbamos a volver a estar cerca. Y sin su soporte, sin el soporte de nadie, me caí irremediablemente y fui tragada por un oscuro mundo de penumbras y dolor que me envolvió hasta hacerme ser solo una sombra más.
Cuando ya me sentía incluso cómoda allí y tenía mi peine y todas mis cosas una sombra distinta apareció; era la única en aquel infierno que simplemente seguía a un cuerpo. Mi chico de ojos de tronco de árbol con musgo me tendió uno de sus brazos pálidos, largos y enclenques como ramas, y tocó mi cara con sus yemas frías como hojas bañadas de rocío. "Despierta", susurró. Después simplemente se desvaneció entre las otras sombras mientras yo abría torpemente mi boca para explicarle que aquello no era un sueño, simplemente una realidad de pesadilla que me había engullido.
Pero algo cambió en mí. La voz que había cobrado vida cuando él llegó a mí amaneció susurrándome en el oído. Nunca volvió a ser igual. De pronto me iba haciendo más grande y mi oscuridad se iba volviendo menos espesa, hasta llegar a ser tan líquida que la barría de mí cada vez que lloraba, y por fin mi piel pálida y reluciente se adivinaba tras la negritud. Las otras sombras me rehuían, bien por la luz blanca de mi piel, bien porque crecí hasta hacerme imponente o bien porque gruñía enseñando los dientes cuando se aproximaban demasiado, pero lo cierto es que comenzaron a temerme.
Llegó el día donde toda yo volvía a ser piel pálida, que relumbraba cegadoramente en aquella oscuridad perpetua. Yo misma fui mi guía y me orienté hasta encontrar el final de aquel pozo inmenso por el que había caído tras tropezar en la superficie con otra de las bastas piedras que se interpusieron en mi camino, y cuando allí llegué miré hacia arriba y vi el pequeño cielo que cubría el pozo, tan azul y tan claro. Únicamente actué y mis uñas se engancharon a la roca, y mi cuerpo se irguió. En el camino de subida los músculos protestaron duramente, la desesperación por volver a caerme me llenaba los ojos de unas lágrimas que nublaban mi visión y me hacían albergar en mi corazón una congoja enorme...y de pronto, una mano se aferró al borde, a la roca calentada bajo el Sol, y la apretó bajo la palma como queriendo cerciorarse de que allí se estaba. Un último empujón y emergí. Solo que no fui exactamente yo quien emergió.
Sentado en la hierba estaba él, portando los ojos que tanto vi, esperando mi vuelta desde el día que caí al pozo. Me observó tranquilamente y pude verme en sus ojos: colosal, fuerte, con unos afilados dientes, unas inquebrantables uñas y un aura de poder sobre mí misma que nunca antes había estado. Y entonces dentro de mí oí la voz, salvo que no era una extraña, sino la mía. Y hablé, salvo que no era exactamente mi voz, sino la extraña.
El monstruo que dormía dentro de mí, fuertemente guardado por mi miedo a no ser capaz de controlarlo, había despertado y me había tomado dulcemente en sus brazos. Yo era el monstruo ahora, como siempre lo había sido aunque no quisiese admitirlo. Noté mis venas vibrar y la sangre caliente atravesarlas como si estuviera helada, y tras el cielo sin nubes y la hierba más verde solo pude dar gracias de haber dejado en aquel pozo a mi parte débil, solo pude agradecer al monstruo haber tomado por fin lo que le pertenecía legítimamente: yo.
Porque yo soy el monstruo y siempre lo he sido, y eso no es motivo de ruina. Soy un monstruo fuerte y leal, irrompible y eterno.
Y si el miedo me pudo y preguntó si podrían quererme así, él posó sobre mí sus ojos, sonrió y me dijo "Tú me has enseñado que se puede amar a un monstruo".

domingo, 12 de enero de 2014

El renacer.

Ha sido como despertar tras un naufragio, escupiendo agua de mar desde mis pulmones marchitos, estando toda yo empapada hasta llenar el vacío de sal.
El cabello apestando a salitre, apelmazado y revuelto en todas direcciones, exactamente como el naufragio de mi vida durante tantos y tantos meses, la ropa pegada a un cuerpo mustio que había acabado por aceptar como ineludible la vejez que se cernía sobre él a tan corta edad...
Los ojos recorrieron todo el terreno, asombrados de no ver bramantes y temibles olas, de por primera vez en mucho tiempo observar cálida y amorosa arena rozando toda su piel.
Y vuelvo a caer de rodillas, pero esta vez es la última, esta vez solo lo hago porque el peso de mi renacer me abruma, porque quiero llorar, gritar y dar gracias al Universo entre estos violentos estertores de felicidad pura y absoluta.

Desconfianza

 Igual que cuando fuera llueve Y decide una, por no enfermar, Por prevención, porque se conoce el cuerpo, Ponerse un abrigo, la bufanda, los...