lunes, 13 de enero de 2014

El monstruo.

Cuando conocí a mis ojos de tronco de árbol con musgo algo se agitó en mi interior. Una voz dormida, en letargo desde mi nacimiento y acechando cada día desde entonces, hizo su aparición. Una extraña fuerza me dominaba y provocaba escalofríos que me erizaban el vello de los brazos. Fui conociendo los secretos más oscuros, ya no solo suyos, sino los de toda una humanidad corrupta y desfigurada. Los guardaba como propios sobre una espalda demasiado débil, y aún así firme, y los guardó durante tanto tiempo que acabaron por ser pecados personales. Así que un día me dijo "tú me has enseñado que se puede amar a un monstruo" y me sentí llena de dicha y orgullo por haber abrazado amorosamente todos sus defectos y por quererle, sin importarme lo monstruoso que fuese.

Ahora ha pasado el tiempo, casi tres años desde aquella frase de esperanza, y ambos hemos crecido. Nos alejamos tanto que parecía que jamás íbamos a volver a estar cerca. Y sin su soporte, sin el soporte de nadie, me caí irremediablemente y fui tragada por un oscuro mundo de penumbras y dolor que me envolvió hasta hacerme ser solo una sombra más.
Cuando ya me sentía incluso cómoda allí y tenía mi peine y todas mis cosas una sombra distinta apareció; era la única en aquel infierno que simplemente seguía a un cuerpo. Mi chico de ojos de tronco de árbol con musgo me tendió uno de sus brazos pálidos, largos y enclenques como ramas, y tocó mi cara con sus yemas frías como hojas bañadas de rocío. "Despierta", susurró. Después simplemente se desvaneció entre las otras sombras mientras yo abría torpemente mi boca para explicarle que aquello no era un sueño, simplemente una realidad de pesadilla que me había engullido.
Pero algo cambió en mí. La voz que había cobrado vida cuando él llegó a mí amaneció susurrándome en el oído. Nunca volvió a ser igual. De pronto me iba haciendo más grande y mi oscuridad se iba volviendo menos espesa, hasta llegar a ser tan líquida que la barría de mí cada vez que lloraba, y por fin mi piel pálida y reluciente se adivinaba tras la negritud. Las otras sombras me rehuían, bien por la luz blanca de mi piel, bien porque crecí hasta hacerme imponente o bien porque gruñía enseñando los dientes cuando se aproximaban demasiado, pero lo cierto es que comenzaron a temerme.
Llegó el día donde toda yo volvía a ser piel pálida, que relumbraba cegadoramente en aquella oscuridad perpetua. Yo misma fui mi guía y me orienté hasta encontrar el final de aquel pozo inmenso por el que había caído tras tropezar en la superficie con otra de las bastas piedras que se interpusieron en mi camino, y cuando allí llegué miré hacia arriba y vi el pequeño cielo que cubría el pozo, tan azul y tan claro. Únicamente actué y mis uñas se engancharon a la roca, y mi cuerpo se irguió. En el camino de subida los músculos protestaron duramente, la desesperación por volver a caerme me llenaba los ojos de unas lágrimas que nublaban mi visión y me hacían albergar en mi corazón una congoja enorme...y de pronto, una mano se aferró al borde, a la roca calentada bajo el Sol, y la apretó bajo la palma como queriendo cerciorarse de que allí se estaba. Un último empujón y emergí. Solo que no fui exactamente yo quien emergió.
Sentado en la hierba estaba él, portando los ojos que tanto vi, esperando mi vuelta desde el día que caí al pozo. Me observó tranquilamente y pude verme en sus ojos: colosal, fuerte, con unos afilados dientes, unas inquebrantables uñas y un aura de poder sobre mí misma que nunca antes había estado. Y entonces dentro de mí oí la voz, salvo que no era una extraña, sino la mía. Y hablé, salvo que no era exactamente mi voz, sino la extraña.
El monstruo que dormía dentro de mí, fuertemente guardado por mi miedo a no ser capaz de controlarlo, había despertado y me había tomado dulcemente en sus brazos. Yo era el monstruo ahora, como siempre lo había sido aunque no quisiese admitirlo. Noté mis venas vibrar y la sangre caliente atravesarlas como si estuviera helada, y tras el cielo sin nubes y la hierba más verde solo pude dar gracias de haber dejado en aquel pozo a mi parte débil, solo pude agradecer al monstruo haber tomado por fin lo que le pertenecía legítimamente: yo.
Porque yo soy el monstruo y siempre lo he sido, y eso no es motivo de ruina. Soy un monstruo fuerte y leal, irrompible y eterno.
Y si el miedo me pudo y preguntó si podrían quererme así, él posó sobre mí sus ojos, sonrió y me dijo "Tú me has enseñado que se puede amar a un monstruo".

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

Desconfianza

 Igual que cuando fuera llueve Y decide una, por no enfermar, Por prevención, porque se conoce el cuerpo, Ponerse un abrigo, la bufanda, los...