lunes, 14 de enero de 2013

Flores para Verónica.

Amaneció con una ligera llovizna. Una espesa capa de nubes grises cubría todo el cielo, como un sombrero, a pesar de que los meteorólogos habían anunciado un día despejado. Víctor pensaba que los meteorólogos eran estúpidos y aquellas nubes no hacían más que confirmarlo. Víctor tenía cuarenta y ocho años y no había habido ni un día en que no pensara que los meteorólogos eran estúpidos.
Dejó de mirar por la ventana y fue hacia el baño, donde se dio una ducha rápida mientras escuchaba de fondo el rumor de la televisión en el piso de abajo. Verónica debía estar quedándose sorda, cada vez subía más y más el volumen de la televisión. Tras la ducha, Víctor se vistió con su traje negro y se miró al espejo. Se mesó el cabello, que en juventud había sido muy oscuro pero se iba llenando de más y más zonas grises, como las nubes en el cielo. Los años y el estrés también habían ido cavando tumbas en su piel y su cara estaba poblada de surcos de arrugas, cada vez más abundantes, cada vez más profundas. Apenas reconocía en sí mismo a aquel muchacho atlético que llenaba las gradas de admiradoras femeninas en cada partido de fútbol. Una de aquellas había sido Verónica, que tenía aires de grandeza y una melena larguísima, negra como la noche y que hacía juego con sus ojos. Víctor suspiró al situar a aquella chica de las gradas en el piso de abajo, totalmente inmersa en sus programas del corazón y con problemas de oído a los cuarenta y seis. Se alisó la camisa sobre el abdomen, plano. Había perdido su tono muscular, pero seguía siendo alto y delgado, aunque echaba de menos sus nalgas. Verónica solía reírse cuando eran unos jóvenes diciéndole que era Ironman porque tenía las nalgas de acero. Víctor no se había dado cuenta de cuánto le gustaba eso hasta que se encontró un día con ellas desinfladas como globos.
El grito de su mujer diciéndole que bajara de una vez a desayunar lo sacó de su ensimismamiento sobre sus glúteos y le crispó los nervios. Con los años, el tono dulce (aunque siempre un poco escandaloso) de Verónica había ido evolucionando hasta un pitido estridente a todo volumen que irritaba tremendamente a Víctor y le daba dolor de cabeza. Con la esperanza de no oírla gritar mucho más se apresuró a bajar las escaleras y sentarse a la mesa de la cocina. Su mujer, ensimismada con la televisión, le sirvió dos tostadas requemadas y duras como piedras en el plato, embadurnadas de mermelada de mecolotón. Víctor apretó los labios.
-Querida, ya sabes que no me gusta la mermelada de mecolotón.
Verónica giró entonces sus oscuros ojos hacia él y alzó una de sus estilizadas cejas negras que estaban totalmente en discordancia con aquel tono rubio piolín conque se había teñido para parecer más joven.
-Pues es la que nos queda -respondió silabeando y mordiéndose la punta de la lengua al final de frase como hacía siempre que se la molestaba -Si no te gusta tal vez deberías mover tu flaco culo hasta el supermercado e ir a comprar. No va a pasarte nada porque hagas tú la compra de vez en cuando.
-Verónica, tengo que trabajar -Víctor suspiró- Trabajo ocho horas diarias y soy el único que trae dinero a esta casa, no creo que sea tanto pedirte que cuando vayas a la compra me traigas el tipo de mermelada que me gusta.
Verónica volvió a centrar su atención, que ya había devuelto al televisor, en él haciendo una mueca con los labios.
-¡Válgame Dios! ¡El señor banquero, que se pasa ocho horas sentado en una silla aplanándose más el culo no puede gastar diez minutos de su tiempo en ir a comprar mermelada al supermercado!
-Verónica, cariño, no estoy diciendo eso -Víctor miró a su mujer empezando a balbucir como un bebé. Verónica era una mina, y por poco que la pisase explotaba haciéndole estallar en mil pedazos. Día tras día- Es sólo que a mí no me gusta, cariño, es tirar con el dinero porque tú no comes mermelada y yo no soporto el melocotón. Es sólo eso.
Su mujer entrecerró los ojos y un destello maligno cruzó por ellos. Agarró el bote de mermelada de melocotón con una de sus manos de uñas perfectamente esculpidas y lo estrelló contra el suelo con todas sus fuerzas. Víctor se encogió ante el sonido, que sonó como uno más de los gritos diarios de Verónica, y rezó para que la mermelada no lo salpicara. No hubo suerte.
-¡Ya que tiro con el dinero al menos voy a hacerlo deprisa! -rugió su mujer. Y después añadió, maliciosamente- ¿Por qué habría yo de traerte mermelada que te guste cuando tú ya nunca me traes nada? ¡Ni unos bombones, ni unas flores!
Víctor suspiró y en su cabeza se imaginó a sí mismo dándole golpetazos a un muro con la frente. Otra vez la misma historia de las flores.
-Verónica, no tengo dinero para esas cosas. Tienes...tenemos -se corrigió al ver la expresión de su mujer- muchísimos gastos al mes. Te compro ropa y zapatos nuevos todos los primeros de mes, te doy dinero para salir con tus amigas, y sólo tengo un sueldo -gimió implorante.
-Tanto ser banquero, ¿y para qué? Cuando me casé contigo esperaba otra cosa. -hizo una mueca desdeñosa - Limpia todo esto antes de largarte a ese trabajo de mierda que tienes. Y límpiate tú también, maldito hijo de puta -escupió Verónica mientras señalaba su camisa sucia. Acto seguido se giró al televisor.
Víctor se cambió de camisa, aplicó una gota de lavavajillas a las manchas de mermelada de la que acababa de quitarse y limpió apuradamente el suelo de la cocina esperando no llegar tarde. No abrió la boca para protestar en ningún momento, confiando en que su mujer siguiera atenta al programa y no arremetiese contra él otra vez. Una vez cerró la puerta tras de sí y se encaminó hacia el coche el nudo de la garganta comenzó a remitir y el labio inferior a temblar. Estuvo a punto de echarse a llorar, pero lo evitó masajeándose ambos párpados. Verónica acababa con él, la situación era insoportable desde hacía años, pero no podía conducir llorando y necesitaba llegar al trabajo. Condujo a través de la fría bruma que iba adornando con perlitas de agua el pequeño coche donde Víctor se sentía tan a salvo. Llegó al trabajo dos minutos antes de su hora de entrada, aparcó con facilidad y esbozó una falsa sonrisa para los clientes.

Era ya última hora de la mañana y los trabajadores del banco comenzaban a irse a casa. Víctor seguía sentado frente a su mesa acabando el papeleo cuando sus ojos se posaron en la foto de boda enmarcada que adornaba una de las esquinas del escritorio de madera. En ella se veía al apuesto y joven Víctor y a una espléndida y radiante Verónica semicolgada de su cuello y sonriendo a cámara con la larguísima melena azabache rodeando la cintura blanca del vestido de novia. Víctor se preguntó qué había pasado con aquella chica.
Verónica y él nunca habían tenido hijos, porque nunca había sido el sueño de ella. Él quería un pequeño o dos, pero ella detestaba los niños y no hubo manera de convencerla. A pesar de todo Víctor lo aceptó porque estaba totalmente enamorado de ella y siempre pensó que la vida a su lado sería feliz con o sin hijos. Sin embargo, empezaron a pasar los años y Verónica se iba quedando anclada en sus veinte. Quería salir siempre y comenzó a enfadarse cuando Víctor le decía que a él no le apetecía, que había estado trabajando y quería descansar. Ella no tardó en dejar su trabajo como camarera arguyendo que el sueldo de Víctor llegaba sobradamente para mantenerlos a ambos cómodamente, y empezó a disponer del dinero de él en cuanto este cobraba. Todos los primeros de mes recorría las tiendas de ropa, las de cosmética y las zapaterías, comprando por encima de sus posibilidades y dejándolos varios meses en números rojos. Llegó a echar mano de los ahorros privados de él para comprarse un bolso de tres cifras o para pagar las facturas de móvil desorbitadas que llegaban tras mantener conversaciones de horas con sus amigas o participar en sorteos televisivos. Y no había tardado en llegar el asunto de las flores. Verónica se había dado cuenta pronto de que su marido tenía cada vez menos detalles con ella y comenzó a echárselo en cara. Víctor se había defendido alegando que ella gastaba en exceso y le importaba más poder llenar los platos que los jarrones, pero lo cierto es que, igual que las flores, algo comenzaba a marchitarse dentro de Víctor. Se veía todos los meses haciendo malabarismos para lograr mantener a una mujer que lo envenenaba constantemente con su lengua. Se recordaba a sí mismo que era Verónica, pero ya no la veía. Después se tiñó de rubia y se encaprichó con operarse el pecho y la chica de las gradas desapareció para siempre bajo los implantes de silicona que impidieron, otro año más, que Víctor pudiera comprarle un regalo de cumpleaños a su madre. Apretó los labios, enfurecido, al recordarlo. Su madre, bendita mujer, que siempre se lo había dado todo, trabajando dobles turnos en una cafetería o limpiando escaleras para sacar adelante a su hijo de soltera. Su madre, que al conocer a Verónica la había tratado muy bien y luego le había preguntado a Víctor, preocupada, si estaba seguro de querer casarse con aquella chica. Si le hubiera hecho caso...La injusticia de no haber podido comprarle aquel regalo de cumpleaños a su madre, aquel viaje a México que ella siempre había querido y al que iba a ir con ella, únicamente por ponerle un par de tetas de plástico a la vieja arpía de la mermelada. Su madre le había dicho con una sonrisa sincera pero triste que no importaba, que era suficiente que él fuera a verla, le diera dos besos y le dijera "feliz cumpleaños, mamá", pero Víctor había ardido de cólera ante la impotencia igual que lo hacía ahora al recordar la desfachatez de su mujer: primero había robado los ahorros para el regalo, los había gastado y después se había defendido argumentando que algún capricho debía tener ahora que ya nunca le regalaba flores.
Víctor se sorprendió a sí mismo apretando la punta del bolígrafo contra uno de los papeles y aflojó la presión. Miró la marca en el folio, la "abolladura" y otro recuerdo lo atrapó: aquella tarde que había vuelto del trabajo y Verónica había saltado hacia él como una niña pequeña. Víctor se había sorprendido, pero había aceptado su efusivo recibimiento y sus cálidos besos de muy buen grado. Entonces ella le había preguntado si le había traído flores, y cuando Víctor repuso que no, sorprendido, Verónica comenzó a gritarle que era un maldito hijo de puta. Había agarrado uno por uno los jarrones del recibidor y se los había arrojado: uno al estómago, dos a la cabeza, donde había aflorado al cabo de unas horas un imponente chichón. Una abolladura.
Víctor comenzó a apretar el bolígrafo de nuevo y movió rabiosamente la mano a un lado, al otro, arriba, abajo, rasgando el papel mientras rechinaba los dientes.
Flores. Flores. Flores. Siempre era la misma puta palabra, la misma puta petición, las flores. No hacía mucho, de camino a casa tras un paseo en una noche veraniega había ido arrancando flores a medida que las encontraba y creó un dispar manojo que ofreció a su mujer con una amplia sonrisa. Verónica las había mirado con asco, las había arrojado directamente a la basura y le había gritado diciéndole que si de verdad creía que así se regalaban flores a una mujer, que tenía que ser un ramo bonito y de una floristería, un ramo que se pudiera exponer en la entrada y del que presumir cuando sus amigas fueran a visitarla. Verónica nunca lo supo, pero le partió el corazón a Víctor al tirar el improvisado ramo al cubo de la basura.
Víctor empezaba a notar los tirones en la mandíbula, los secos quejidos del músculo al seguir rechinando los dientes. Odiaba a Verónica. El sonido de sus dientes chirriando la fila de arriba contra la fila de abajo le recordó al pitido infernal de los gritos de Verónica. Cómo la odiaba. Siguió apretando el bolígrafo con la mirada fija en la Verónica feliz de la foto de boda hasta que este se partió y el plástico duro le hizo un pequeño corte en la palma. La punzada del corte lo sacó de su ensimismamiento. Bajó la vista hacia él, donde un hilillo de sangre asomaba y la idea que lo acució le hizo mirar la hora, levantarse de la silla y terminar su turno en el banco.
Condujo deprisa y al llegar a casa metió la llave en la cerradura con cuidado. Al abrir la puerta oyó el desmesurado volumen de la telenovela de las cuatro. Se guardó las llaves en el bolsillo, ya que iba a volver a salir, y se encaminó a la cocina. Llegó al cubo de basura, se agachó y recogió uno de los trozos de vidrio manchados de mermelada de melocotón. Procurando no mancharse los dedos se acercó con lentitud a la silla donde Verónica estaba sentada totalmente absorta con el televisor. Entre el volumen tan elevado y sus problemas de oído no oyó acercarse a Víctor y la tomó completamente por sorpresa cuando este le rodeó el cuello con un brazo y le rajó limpiamente la garganta, de un lado a otro, con el vidrio del tarro de mermelada. Verónica cayó al suelo y no tardó en morir desangrada mientras Víctor la miraba impasible.
Pasó largo rato sentado en la silla en la que ella había sido asesinada sintiendo remitir el odio y la rabia a medida que el suelo iba empapándose de sangre. Al caer la noche envolvió el cadáver en las cortinas de plástico de la ducha, lo montó en el coche y condujo muchos kilómetros para enterrarla lo más lejos posible. Después volvió a casa, a la tranquilidad del televisor apagado, y limpió a fondo.
Pasaron varios años y jamás encontraron el cuerpo de Verónica. La hipótesis más extendida fue que se había fugado con algún amante, ya que sus amigas sabían a ciencia cierta dos cosas: una, Víctor era un calzonazos y dos, Verónica estaba harta de él y en cuanto encontrase otro que la mantuviese seguramente lo abandonaría. Víctor, mientras tanto, se fue a vivir con su madre y vendió su casa. Con el dinero que le dieron por ella llevó a su madre de viaje a México y varios países más.
Una pequeña parte la guardó y una mañana de sábado se levantó y se encaminó a las tiendas del centro. Fue a varias, cargando su compra en el coche con cuidado de no estropearla, gastando un pequeño montón de dinero. Después condujo durante un par de horas y media. Aparcó a unos ocho metros de la tumba improvisada de Verónica, abrió el maletero del coche y fue apilando la delicada mercancía en la tierra, sobre el cadáver de su esposa. Una lluvia de flores salpicando el crimen. Cuando no quedó ni una flor en el coche Víctor se echó a reír histéricamente, hizo una mueca con la boca y susurró:
-Disfruta de tus flores, maldita hija de puta.

martes, 8 de enero de 2013

El jardín de la colina.

En la sección de empleo del periódico no aparecía nada, como de costumbre. Tomó la taza de café con cuidado de no quemarse y sopló muy suavemente, removiendo la leche cremada de la superficie y borrando ligeramente el dibujo de una cara sonriente que había sobre ella. Arqueó una ceja pensando que era exactamente la imagen perfecta para resumir el día. Remoloneó un poco más en el gastado asiento negro de la cafetería, que decían los dueños era piel, pero en realidad no era más que plástico barato y bebió el café a sorbos mientras miraba la inscripción a permanente (Marta y Dani 07.07.03) que había pintarrajeada sobre la mesa y se preguntaba si Marta y Dani seguirían juntos después de los varios años que habían pasado. El último sorbo del café le desagradó; lo había revuelto mal y el azúcar había quedado acumulado en el fondo y, consecuentemente, en aquel último trago. Después posó la taza, se levanto y caminó hacia la barra de madera casi podrida mientras hurgaba en su bolsillo en busca de la cartera. La encontró, extrajo un par de monedas y las tiró sobre la barra con una inclinación de cabeza a modo de despedida. Mientras se encaminaba a la puerta rebuscó en el otro bolsillo en busca del paquete de cigarros, extrajo uno y lo encendió al atravesar la salida. Inspiró el humo del Camel caminando despacio hacia el coche y jugueteando distraído con las llaves. Llegó a la puerta del Opel y se recostó sobre ella mientras apuraba el cigarrillo y disfrutaba de la hora de calor más suave en aquel inicio de septiembre donde el calor apretaba con todas sus fuerzas. Cuando llegó al filtro estuvo a punto de quemarse los dedos y, con un gesto de desagrado, arrojó el Camel al suelo y lo apagó pisoteándolo con su deportiva. Entró en el Opel y condujo rumbo a casa.
Cuando atravesó la puerta, con otro Camel en mano, olisqueó el inconfundible aroma de las salchichas frescas que preparaba su madre. Esta le oyó entrar y salió a recibirlo a la puerta de la cocina con una bondadosa sonrisa en sus rosadas y redondas mejillas. Ángela tenía cincuenta años y era viuda y gorda. Viuda porque un cáncer de pulmón se había llevado a su marido, y gorda porque al morir Isaac ella se había asustado y había dejado el tabaco. Durante los últimos once años, Ángela se había hecho consumidora de sus propias uñas y de todos los pasteles que pudieran caber en su estómago cada vez más grande. Como consecuencia había perdido la hermosa figura que la acompañó hasta los cuarenta, incluso después de dar a luz a Aaron, y se había convertido en una rolliza salchicha fresca. Aaron volvió a arquear la ceja y la sombra de una sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios, satisfecho de haber encontrado otra imagen perfecta para el resumen, esta vez, de su madre. La sonrisa maternal de Ángela se borró cuando vio a su hijo llevarse el cigarro a los labios.
-¡Tu padre murió de eso, y mira a mí lo que me ha hecho! ¿Es que no piensas dejar el vicio nunca? ¡Sólo tengo un hijo!
Aaron sonrió levemente, se acercó y la besó en la cabeza.
-Mamá, no tengo más vicios, y quedan muchos años antes de que uno de estos me ponga enfermo. ¡Soy fuerte como un toro!
-Eso mismo decía tu padre -declaró Ángela frunciendo el ceño- Pero algún día esa porquería va a matarte.
Aaron suspiró sacudiendo la cabeza, se dirigió hacia el fregadero y apagó el cigarrillo bajo el chorro de agua. "Madres", pensó, "tengo veintisiete años y sigue tratándome como si fuera un crío". Aprovechó también para lavarse las manos, porque su madre siempre había sido muy estricta con eso, y se sentó a la mesa. No tenía hambre, venía de tomarse un café, e incluso le habían puesto un par de galletas rancias para acompañar, pero Ángela le servía en el plato salchicha tras salchicha con tanta ilusión brillándole en los ojos que no tuvo valor a decirle que no quería cenar. Pinchó una con el tenedor y la mordisqueó distraído.
-No sabes a quién he visto hoy -anunció Ángela.
Aaron miró a su madre, suspicaz.
-He visto a aquella chica con la que salías cuando murió tu padre, Silvia. Cómo me gustaba aquella chica. Sé que sólo teníais dieciséis años, pero si te hubieras casado con ella qué feliz sería yo. ¡No hay mujer más digna de mi niño! -Ángela cesó su verborrea al ver la cara de su hijo, que estaba deseando interrumpirla para no oírla hablar más de Silvia- Bueno, pues ahora es agente inmobiliaria, ¿sabes? Gana un sueldo bastante decente y está casada y tiene un bebé. ¡Tranquilo, que esto te interesa! Está intentando vender una casa, esa de los ricachones, la de la colina. Lleva un montón de tiempo deshabitada, y al parecer están buscando a alguien que la acondicione un poco porque saben que en el estado en que está ahora mismo no van a venderla nunca, y le he pedido su tarjeta para que la llames y le digas que estás disponible para trabajar.
-No soy albañil ni carpintero ni nada que se le parezca, mamá.
-¡No, no, pero no para eso! Está claro que la casa necesita una buena mano, pero ya sé que tú no sabes hacer eso. Pero tiene unos jardines que...vaya, ¿no recuerdas los jardines? Son gigantescos, la verdad, me imagino que a estas alturas ya parecerán una selva. Tenían aquel laberinto de arbustos tan bonito, ya sabes, donde se perdió Lidia, la niña de Abraham y su mujer. Al menos dicen que se perdió allí, pero alguien la hubiera encontrado, ya sabes que aquello no es verdaderamente un laberinto. Bueno, pues he pensado que a ti se te dan bien las plantas, siempre te ha gustado plantar tus cosillas, y necesitas trabajo. Quieren conservar el laberinto de los arbustos y claro, el resto del jardín, todo necesita una buena poda y una puesta a punto con ganas. Y tú necesitas trabajo.
Al terminar de cenar, Aaron dejó a su madre fregando los escasos platos y cubiertos usados y subió a su habitación. Encima de la mesilla estaba la tarjeta de Silvia. La tomó entre las manos,suspiró y marcó el número.

El Opel avanzaba por el camino hacia la casa de la colina, "la de los ricachones", como decía su madre, y Aaron ardía en su interior bajo otro día de Sol abrasador. Había hablado con Silvia, la charla informal primero, un poco incómoda, la profesional después, momento en que ella adoptó un tono neutro y formal y expuso las condiciones del trabajo con la eficiencia de una grabación automática. Lo que más le molestaba era tener que hacer un trabajo físico a aquellas horas en que el Sol estaba más potente y especialmente en aquella colina que siempre estaba taladrada más que ningún otro rincón por los rayos solares. Pero Ángela tenía razón, necesitaba el trabajo, y los dueños de la casa, "los ricachones", pagaban bien por un trabajo bueno y rápido. Al parecer querían deshacerse de la casa de una vez por todas.
Cuando llegó aparcó el coche frente a la verja metálica ante la imposibilidad de ir más allá con él. El jardín era ya una jungla, espeso y erigido hasta lo alto, infranqueable con el coche. Se dirigió al maletero, cogió sus herramientas y se encaminó hacia la enredada selva. La verja chirrió de un modo infernal y la mano derecha se quedó manchada de un ligero polvillo oxidado. Aaron la limpió contra la camiseta. Miró alrededor intentando decidir por dónde empezar, agobiándose desde el primer momento por la cantidad de trabajo que tenía entre manos. Finalmente se decidió y comenzó a trabajar.
Tronchó, podó y cortó durante horas, chorreando sudor. A medida que se acercaba la noche iba sintiéndose mejor al remitir el Sol, aunque tenía los músculos entumecidos, tumefactos por el esfuerzo. Sin embargo, había algo en el aire que lo llenaba de alegría, quizá ese olor a naturaleza, a plantas vivas, que siempre le había gustado, desde que en el colegio le habían encargado aquel proyecto de plantar semillas de amapola y hacerlas florecer. Por ello siguió trabajando, haciendo pausas para hidratarse y acomodar de nuevo la respiración, y llegó al laberinto. "Ahora sí parece un laberinto, con estos arbustos tan altos", pensó para sí mismo, "voy a tener que trabajar mucho contigo, amigo". Bebió un largo trago de agua recalentada por el Sol y se internó en el laberinto. Al hacerlo le vino a la mente aquella canción infantil que se habían inventado los niños más mayores para asustar a los pequeños cuando Lidia, la niña de seis años, desapareció. Sin darse cuenta comenzó a cantarla (Lidia se perdió en el laberinto, la buscaron con ahínco, pero nunca apareció, el laberinto la tragó). Siguió podando y cantando distraído mientras la noche caía abrupta sobre la colina.
Y entonces la verja chirrió. Aaron dejó de cantar y arrugó el entrecejo hacia el lugar de donde había venido el chirrido, con las manos todavía en alto sosteniendo cada una un extremo de la tijera de podar. Pasaron unos cuantos segundos donde no se oyó nada, y Aaron se encogió de hombros dando por sentado que se lo había imaginado. Podó otra de las ramas y, nada más caer esta al suelo, la verja volvió a chirriar, pero esta vez no cesó cuando Aaron dejó de trabajar. El chirrido se extendía, hasta que se oyó entrechocar una de las puertas con la otra. La verja se había cerrado. "Habrá sido el viento", pensó Aaron haciendo un mohín con la boca. "Salvo que no hay viento, claro". Era cierto. La noche veraniega era bochornosa, y aunque Aaron hubiera agradecido infinitamente la presencia de una fresca brisa, la verdad es que no había ni pizca de aire. "Joder, tío, tal vez estás alucinando. Llevas un montón de horas trabajando, estás cansado, coge el coche y vete a casa". El coche. Aaron levantó la cabeza bruscamente al escuchar el rumor del Opel. "¿Qué cojones...? ¡Putos yonkis! No me extraña que quieran deshacerse de esta casa, es un puto nido de delincuentes".
-¡EH! ¡EH! ¡SEAS QUIEN SEAS, FUERA DE MI COCHE, CABRÓN! -gritó. Notaba las venas del cuello tensarse mientras distinguía el sonido del motor más bajo, alejándose -¡EEEEEEEEHHHH! ¡VUELVE AQUÍ! ¡EEEEEH!
-Lidia se perdió en el laberinto, la buscaron con ahínco, pero nunca apareció, EL LABERINTO LA TRAGÓ.
Aaron giró la cabeza hacia su derecha. Su mano aflojó la presa sobre las tijeras de podar mientras sus ojos estaban clavados en aquel arbusto detrás del cual alguien había canturreado la canción de Lidia la perdida. Las tijeras estuvieron a punto de caerse y Aaron las agarró más fuertemente: si se caían, harían ruido. Si hacían ruido, quien fuera que estaba detrás del arbusto lo oiría. A pesar de que sus pulmones se habían quedado como agarrotados y encogidos y respiraba deprisa para intentar llenarse de aire intentó hacerlo de forma suave.
-¿No me has oído? Lidia se perdió en el laberinto, la buscaron con ahínco, pero nunca apareció, el laberinto la tragó. ¿Por qué no cantas conmigo? Yo sé que te la sabes. Te he oído cantarla.
Aaron se mordió con fuerza el labio inferior hasta hacerlo casi sangrar. "¿Quién cojones tiene que estar aquí a estas horas, joder?". No era sólo eso. No sabía distinguir si la voz era de mujer, de hombre, de niño o de niña. Era una voz tan neutra e inexpresiva que le recordaba al tono profesional de Silvia, salvo que Silvia sonaba como Silvia. Con el máximo sigilo del que fue capaz se agachó y, con cuidado de no hacer repiquetear unas contra otras, guardó las herramientas en su maletín, lo tomó por el asa y comenzó a caminar despacio hacia atrás, quitando la vista del arbusto únicamente para asegurarse de que no pisaba ninguna rama. No quería hacer chasquear ninguna rama.
-No vas a salir de aquí.
Un escalofrío recorrió la médula espinal de Aaron, lo aterrorizó de la cabeza a los pies. Sintió el frío extenderse por toda su piel y el pequeño vello de los brazos comenzó a erizarse. Siguió caminando hacia atrás hasta que se introdujo en otro de los pasillos que creaban los arbustos; sintió entonces suficiente valor como para caminar más deprisa y mirando al frente, únicamente echando rápidas ojeadas hacia atrás. Desanduvo lo que había andado, siguiendo el rastro de ramas tronchadas hasta llegar a la entrada. Salvo que no había entrada. "¿Me he equivocado de camino? Joder, me he equivocado de camino. Soy imbécil". Miró a su alrededor. "Pero no puedo haberme equivocado de camino, he seguido el rastro de arbustos podados. La entrada estaba aquí, joder, lo sé.". Negó con la cabeza bruscamente. ¿Se iba a empecinar conque había una entrada antes allí y ahora no estaba? Qué tontería, los arbustos no crecían tan rápidamente, y estaba claro que debía de haber podado por alguna otra zona y no lo recordaba y por allí sería justamente por donde había entrado. Sólo era cuestión de buscar.
-Yo pensé lo mismo, pero este sitio cambia cuando llega la noche. Los arbustos se hacen distintos, las salidas se escapan cuando te aproximas a ellas. No vas a salir de aquí.
Aaron tragó saliva con dificultad debido al fuerte nudo de su garganta. Una parte de él quiso hablarle a aquella voz, preguntarle quién era, a qué se refería conque había pensado lo mismo. ¿Estaba fuera del laberinto, no? Si lo había conseguido él, o ella, o lo que fuese, Aaron también podía conseguirlo. "No si las salidas se mueven", replicó su cabeza. "Joder, pero qué chorrada. ¿Cómo van a moverse las salidas?". Decidió, por prudencia, no preguntar nada, no hacer ningún sonido, seguir buscando.
Las horas fueron pasando y el maletín lleno de herramientas pesaba cada vez más en su cansado brazo. Había terminado el agua y estaba sediento, asustado y ansioso por salir de salir y correr colina abajo. Correr los ocho o nueve kilómetros que lo separaban de su casa, llegar y echarse llorando a los brazos de Ángela como un niño a sus veintisiete años. Daba vueltas sin parar, y el sueño lo vencía. Sus ojos le traicionaban y le había parecido ver salidas un par de veces, pero había ido hacia ellas y habían desaparecido. "No han desaparecido, idiota, sólo te las has imaginado". Las salidas del laberinto eran sus espejismos en el desierto.
-Lidia se perdió en el laberinto, la buscaron con ahínco, pero nunca apareció, el laberinto la tragó.
Gruesas lágrimas rodaron por las mejillas sudadas y sucias de Aaron. Se sorbió los mocos lentamente tratando de no hacer ruido y comprobó que el labio inferior le temblaba de forma descontrolada. Pensó en Lidia, su compañera de clase desde los tres años hasta los seis, Lidia, la detective. Era irónico que siempre hubiera querido ser detective porque a su padre le gustaban las películas sobre Sherlock Holmes y al final nadie hubiera logrado averiguar qué había sido de ella. Precisamente esa ansia de misterio había llevado a Lidia a subir a la casa de la colina. Los niños de la clase le habían apostado dos bolsas de regaliz a que no sería capaz de ir ella sola, y Lidia nunca había sido cobarde porque para ser detective no se podía ser cobarde. Emma cogió prestada la cámara de su padre y se la dio a Lidia para que volviera con pruebas. Si volvía diciendo que había ido a la casa de la colina, pero sin pruebas, no habría regalices y todo el mundo sabría que mentía. El día señalado todos los niños de la clase se juntaron en el parque de la plaza; Emma dio la cámara a Lidia y esta partió hacia la casa de la colina con su pichi de cuadros y su coleta castaña. En cuanto anocheció las madres los llevaron a casa, les dieron de cenar y los acostaron. Una vez en la cama Emma tomó su walkie talkie y habló por él a Sara, su vecina de arriba y mejor amiga de Lidia. "Esa estúpida no ha ido a la casa de la colina. Ha robado la cámara de mi padre y se ha ido a casa. Más le vale llevármela mañana al colegio". Nunca hubo un "mañana al colegio" para Lidia. Examinaron la casa de la colina con la ayuda de los vecinos, y Sara aseguró haber visto la cámara del padre de Emma en el laberinto de arbustos; sin embargo, la pequeña fue a llamar a sus padres y cuando los condujo de nuevo la cámara no estaba allí. La hipótesis más extendida fue que alguien había encontrado y raptado a Lidia de camino a la casa de la colina o incluso al llegar allí.Ya por entonces la casa estaba abandonada y era un hervidero de drogas y criminales. No obstante, los niños de su clase siempre creyeron que Lidia había llegado, y que el laberinto se la había tragado igual que se tragó la cámara que vio Sara.
Y ahora allí estaba él, veintiún años más tarde, sin encontrar la salida.
-No vas a salir de aquí.
Los sollozos se escaparon de su garganta como si fuera un bebé en lugar de un hombre. Quería salir de allí. Nunca había deseado nada tanto en su vida.
-Yo también lo deseé. Deseé no haber querido nunca ser Sherlock Holmes. Grité primero "¡Watson, ayúdame!", que era un código secreto con mi padre, y después, cuando fueron pasando las horas grité "¡papá, papá"· Mi padre era mi héroe, pero nunca pudo salvarme. No pudo salvarme porque nunca supo dónde estaba.
La cabeza de Aaron comenzó a dar vueltas y sintió que se mareaba.
-Si en lugar de iros a casa hubierais dicho que me estabais esperando mi padre hubiera podido llegar, mi padre hubiera sabido que tenía que buscarme en el camino a la casa de la colina. 
-Joder -susurró Aaron - joder, joder, joder...
-Pero nunca pude escaparme, jamás pude salvarme yo sola.
Aaron sintió que las piernas le fallaban y se desplomó en el suelo. Sentado, con la espalda apoyada en un arbusto tanteó en sus bolsillos en busca de un cigarro. Lo necesitaba desesperadamente.
-En lugar de decirles dónde estaba cantasteis. CANTASTEIS. CANTA CONMIGO: ¡¡LIDIA SE PERDIÓ EN EL LABERINTO, LA BUSCARON CON AHÍNCO, PERO NUNCA APARECIÓ, EL LABERINTO LA TRAGÓ!!
La voz resonaba por todas partes, alta, tan alta que Aaron juraría que Ángela tenía que estar oyéndola también. Encontró el cigarrillo y sacó rápidamente el mechero de la cajetilla. Se metió el cigarrillo en la boca, encendió el mechero y aplicó la llama a la punta del cigarro mientras chupaba el filtro. Cuando el Camel estuvo encendido retiró la llama y entonces lo vio: semioculto entre el follaje podado el coletero de Lidia yacía a unos cinco metros de él en el pasillo del laberinto.
-Joder...
-Nunca vas a salir de aquí.



Ángela abrió la puerta principal creyendo que sería Aaron y se encontró de frente con un par de policías uniformados. El mayor de ambos, Abraham, el padre de Lidia, la perdida, la informó del gran incendio provocado en la casa de la colina.
-Ha sido un cigarrillo. El jardín estaba bastante seco, prendió con facilidad. -Abraham inspiró consternado- Aaron estaba allí, Ángela. Hemos encontrado su cuerpo carbonizado.
Ángela rompió a llorar sonoramente, perdió el equilibrio y cayó sobre la pared, cubriéndose la cara con las manos. Abraham la rodeó con sus brazos. Ángela se aferró al abrazo, al único consuelo que tenía en aquel momento, y entre hipos y sollozos murmuró:
-Yo sabía que algún día el tabaco acabaría matándolo.

lunes, 7 de enero de 2013

El miedo de Olvido.

Olvido resopló, disgustada. Vio alejarse el autobús, aquel autobús que hubiera cogido a tiempo si hubiera salido de casa 2 minutos antes. Era el último de la noche, y allí estaba ella, maquillada, con sus tacones y un vestido de fiesta y sin nadie que la acercase a la ciudad. Miró el reloj y comprobó que todavía le quedaba una buena media hora para llegar a tiempo y, ante la imposibilidad de hacer nada más, echó a andar. Frunció el ceño al acercarse al camino que había de tomar y se paró un segundo. Miró alternativamente a la carretera atestada de coches y sin acera y a la otra que se situaba entre campos, mal iluminada y poco transitada. La elección fue clara: un reciente accidente de coche había hecho nacer en ella un incontrolable miedo a los coches; se veía totalmente incapaz de caminar varios km sin una acera en una carretera abarrotada y con entradas desde autopista que la obligarían a cruzar por la carretera de un punto a otro de dicha entrada. Así pues, se dirigió hacia el otro camino. Avanzó por él con los cascos en los oídos, mientras sonaba un solo de guitarra de Slash. La luz de la ciudad fue quedando atrás y una oscuridad cada vez más densa fue engulléndola; Olvido se paró y, visiblemente nerviosa, sintió la necesidad de parar la música sin saber por qué. "Sí sabes por qué", susurró su propia voz dentro de su cabeza, "quieres estar alerta por si algo hace ruído en esta oscuridad". Con el camino sin luz, delante y detrás, Olvido necesitaba más que nunca sus oídos. La idea la hizo estremecerse. Le dio al botón de stop, enrolló los auriculares y los guardó en el bolso y después siguió caminando intentando no pensar en nada más que en la fiesta mientras el sonido de sus tacones repicaba contra el asfalto. "Esta noche va a ser genial, hace muchísimo que no salgo, hoy va a salir mucha gente y va a haber un buen ambiente". Crac. Olvido se paró en seco, abrió los ojos como platos y sintió que se le anegaban en lágrimas de terror. "¿Qué es eso?". Le dio miedo mirar atrás. ¿Y si había alguien y aprovechaba para atracarla? "Qué estúpida, ¿en serio crees que no iba a hacerlo si no te dieses la vuelta?", resopló enfadada su voz en su cabeza, "¡Vamos, gírate! ¡Compruébalo y quédate tranquila ya!". Olvido obedeció, tomando aire muy despacio y girándose lentamente hacia la negrura que había dejado atrás. "Gírate un poco más y alcanzarás a comprobar todo el camino". Sentía el terror clavándole sus uñas en el corazón a medida que se daba la vuelta, y de pronto...nada. No había nada. Un camino vacío, unos árboles que le parecieron monstruosos erigiéndose en el campo. Absolutamente nada. Olvido respiró, ya más tranquila, y prosiguió el camino. Intentó trazar en su cabeza un plan más elaborado para esa noche. ¿A dónde irían después del cine? Habían quedado en ir a tomar una copa pero sin concretar el sitio, y le apetecía especialmente aquel local dond...CRAC. Se paró en seco, sin más remedio que hacerlo porque el miedo le había agarrotado los músculos y apretó las manos hasta que se clavó las uñas en las palmas y comenzó a dolerle. Sabía que no podía seguir caminando sin más, tendría que volver a girarse, volver a comprobar el camino, o de lo contrario lo más seguro era que el terror que la paralizaba no la dejase volver a caminar y se echase a llorar como una niña boba y perdida. Se armó de valor de nuevo ("eso es, venga, ya lo has hecho una vez, no es para tanto") y volvió a girarse lentamente, captando cada vez más camino en su campo visual...y de nuevo, nada. Los árboles, el camino vacío. "No hay nada", suspiró Olvido, "absolutamente nad"...sus ojos recayeron en un detalle en el cual no se había fijado antes y el corazón comenzó a latir como un loco, como queriéndose librar de aquel mal que Olvido intuía. Posó sus ojos lentamente en cada una de las dos cunetas que se abrían entre el campo y la carretera por las que oía el débil rumor del agua. "Podría haber alguien ahí". "Alguien podría estar siguiéndote andando por las cunetas. Tal vez estaba escondido tras un árbol cuando te vio pasar y te sigue por ellas. Tal vez ha partido un par de ramitas con los pies y se ha agachado y escondido para evitar que lo vieras cuando te dieses la vuelta". Olvido observó las cunetas, plenas de oscuridad. Oía correr un reguero de agua por ellas, pero no lo veía. ¿Podría haber algo más en ellas que no veía? De nuevo sintió las lágrimas agolparse en sus ojos ansiosas por salir; hizo un esfuerzo por contenerlas y pensar con claridad. "Tengo que ir a ver, no me queda más remedio". Negó ligeramente con la cabeza nada más pensarlo. ¿Ir a mirar a las cunetas, a ambas, a la oscuridad que se cernía sobre ellas? Eso era demasiado para ella, demasiado. Intentó quitarse los infundados miedos de encima y pensó "Qué tontería, sólo me asusto porque es de noche y aquí no hay iluminación. Estoy en medio de un campo, por Dios, habrá ardillas o pájaros en los árboles, es lógico que haya algunos ruidos". Sintió que el corazón volvía a su ritmo normal y sus músculos se relajaban y aprovechó el momento para volver a andar. "¿Cuántas habrán pensado lo mismo antes de ser violadas y asesinadas? ¿Cuántas habrán creído que no pasaría nada?", volvió a replicar su propia voz en su interior. Le dio mentalmente un manotazo a esos pensamientos y siguió caminando intentando no pensar en las cunetas. "Si al menos no hiciera tanto ruido con estos tacones", pensó, aterrada. Frente a ella veía el túnel que formaba la carretera por la que caminaba y el improvisado techo, que no era otra cosa sino la autopista sobre ella. "Detrás del túnel es la parte más oscura. Si alguien se estuviera escondiendo para atacarte sin duda estará esperando a que llegues a ella". Olvido gimoteó y sintió que le costaba más andar. Las piernas le temblaban y le parecía confundir el ulular de la brisa con una respiración no muy lejana. Se adentró en el túnel y sin previo aviso se giró sobre sí misma esperando que quien la estuviera siguiendo no tuviera tiempo de esconderse. De nuevo no vio nada, pero la sensación siguió sin abandonarla. El horrible pensamiento de que su perseguidor la había adelantado por las cunetas y se encontraba delante de ella en el camino, esperando, la sacudió y amenazó con hacerla chillar de puro terror. Volvió la vista hacia el frente, despejado por lo que alcanzaban a ver sus ojos en aquella oscuridad tan densa, y no muy lejos vio la luz de una farola e intuyó el rumor de un coche. "No queda nada, tonta, vamos". Siguió caminando, con el taladrador sonido de sus tacones sobre la carretera y sobre la noche, la noche más espesa que había visto nunca. Sin darse cuenta la idea de que su atacante la había adelantado se había colado de tal manera en su cerebro que no quitaba la vista del árbol que se hallaba a unos 50 metros delante de ella, en la vasta extensión de césped situada a la derecha. Un único árbol, un único escondite. Si había alguien, allí estaba, Olvido lo tenía claro. Pensó en pasar deprisa, sin mirar, porque tal vez el ladrón, el violador, el asesino o lo que fuera se daría cuenta de que había esperado demasiado, de que allá delante ya había una luz y ya había coches y era demasiado peligroso atacarla tan cerca de la carretera luminosa. Apretó el paso, pero no pudo evitar mirar de reojo al árbol en cuanto pasó a su lado. No vio nada, sólo tal oscuridad que hacía parecer negro el espeso follaje, y siguió caminando, acelerando cada vez más. Y entonces, CRAC. El ruido sonó tan cerca, tan palpable, tan amenazador que Olvido enloqueció de terror y echó a correr. Gritaba y corría, tiró su bolso al camino que iba dejando atrás con la esperanza de que tan sólo fuese un ladrón y le bastase con eso, corrió por su vida hacia la luz, la luz que estaba cada vez más cerca, la luz que iba a salvarla, la luz. Corrió con sus tacones que no estaban hechos para correr, y cuando ya estaba alcanzando la luz, casi la tocaba con la yema de los dedos, uno de sus tacones se rompió, haciendo que su pie se torciese y que ella perdiese el equilibrio. Olvido cayó hacia la cuneta derecha y su nuca golpeó contra el frío cemento.

No llegó a la cita y no tuvo que decidir a qué locales ir.
Al día siguiente la luz del día bañó la carretera, donde el bolso seguía intacto y el miedo de Olvido se la había tragado.

jueves, 3 de enero de 2013

Ojos de tronco de árbol con musgo.

El musgo de tus ojos me acaricia,
despierta mi desvelo y mi lujuria
y la entera y sólida avaricia
de quererte tener entero y sólido.
Crear un lago de besos en el cuenco
de hoyuelo en tu barbilla, como sórdido
estómago de pobre, aún hambriento
de vidas juntos, juntas las caricias.
Tu nariz de romano valiente
me lleva a maravillas, como a Alicia,
y crea en mi esófago un ardiente
e insólito de voz acallamiento.
Es tu cabello una sábana de seda
que me protege contra el viento
y quiera Dios que me concedas
tu figura frente a mí siempre presente.


Ojos de tronco de árbol con musgo
no hay día que ni queriéndolo no te quiera,
en mí te has hecho bosque tan profundo
que florezco en ti cual primavera.

Desconfianza

 Igual que cuando fuera llueve Y decide una, por no enfermar, Por prevención, porque se conoce el cuerpo, Ponerse un abrigo, la bufanda, los...