viernes, 14 de febrero de 2014

Los hilos de la locura.

Observaba su sombra tras el estor de su ventana, toda ella negra, mientras la chica se cambiaba y se ponía el pijama sin imaginarse por un segundo que estaba siendo acechada. Marta, caliente pero ya poco cómoda dentro de su coche escondido tras la maleza, encontraba un extraño placer en solo ver la sombra negra, ya que le parecía que el estor producía una magia que le permitía ver directamente el alma de su presa. Sabía perfectamente que tras la blancura de su piel dormitaba una rastrera oscuridad.
Ahora la escudriñaba con los ojos de quien está oculto y la observaba con desagrado mover sus miembros y meterlos ágilmente en las perneras de su pantalón de pijama o en las mangas de la camiseta. Luego los dedos fueron rápidos y abrocharon todos y cada uno de los botones, o eso le pareció. Tal vez se había dejado uno o dos sin abrochar, pero el caso es que no importaba. Lo único que importaba era la soltura conque manejaba sus brazos, sus piernas y sus dedos manchados de bestialidad y no de culpa, el libro albedrío de sus movimientos. Marta apretó los dientes fuertemente y flexionó sus propios dedos, que ahora estaban ahí, sueltos y libres, pero que habían estado secuestrados tanto tiempo por la chica de detrás del estor. Una vergüenza poco natural en ella le encendía las mejillas del rojo de la ira al pensar que había dejado a aquella vocecita amable colarse en su cabeza hasta hacerse con todo el control. La chica de detrás del estor era como una araña con alas de mariposa. Había fingido ser lo suficientemente inocente e indefensa para ganarse el cariño de Marta, y luego sus hábiles y largas patas llenas de venenosos pelos se habían introducido en su oído con tal cuidado que ella no había notado ni siquiera unas cosquillas, hasta llegar al cerebro. Allí, la araña comenzó a producir su tela, embotando los sentidos de Marta con aquel veneno que llamó amistad, hasta tener el cerebro tan comprimido y enredado en su tela que se había hecho con el control.  Fue entonces cuando se desprendió de sus falsas alas de mariposa. Marta tardó en darse cuenta de que un brebaje delicioso como era la amistad no podía estar dejándole semejante sensación de devastación en el cuerpo, y fue entonces cuando comenzó a desconfiar de aquello que le ofrecía la mariposa. Supo controlarse lo suficiente como para sonreír a cada vaso de veneno que su amiga le tendía, fingir que lo bebía y que seguía adorando aquella delicia tanto como al principio. Con el cuerpo libre de veneno, los sentidos de Marta supieron ser más fuertes que el control de la chica de detrás del estor, y una vez recuperada su embotada vista Marta vio a la araña. Reaccionó con un asco descomunal. Después de descubierta, la araña no tuvo más remedio que abandonar la presa, ya que Marta se arrancó uno por uno los finos hilos que ella había ido tejiendo y manejando. Quedó al descubierto, expuesta, y entonces huyó poniéndose de nuevo sus alas de mariposa.
El asco seguía presente en todos los órganos de Marta. Cada miembro del que había recuperado el control quería aplastar a la araña como el repugnante bicho que era. Y al observar cómo movía aquellas delgadas y venenosas patas abotonándose el pijama, la furia que la consumía era mucho mayor. La araña tejía redes sin entender la impotencia de verse atrapada en una. Siempre había movido sus brazos y piernas, sus pies y sus manos, sus veinte dedos como a ella le placía. A Marta le hubiera gustado poner el pie sobre aquel insignificante insecto, cargar todo su peso contra él y oír el crujir del cuerpo y las patitas traicioneras hasta que pudiera levantar el zapato y encontrar en su suela una masa asquerosa y acabada que no podría volver a hacer daño a nadie. Pero los planes que tenía para la araña incluían mucho más que eso.

Observó la sombra detrás del estor hasta que apagó la luz y, supuso, se tendió en la cama. Al tiempo que la habitación de la araña quedaba sumida en la oscuridad, una burbujeante luz fue encendiéndose en Marta. La excitación empezaba a consumirla. El reloj del coche marcaba que solo pasaban ocho minutos de las doce, y todavía era tiempo de esperar.
La espera fue engullendo las horas y Marta se permitió dormir un par incómodamente en el asiento. Cuando se despertó buscó la hora y encontró que eran las 2:54. Y las 2:54 significaban que Marta no tenía que esperar un solo segundo más. Enfundó sus manos en guantes de látex, ató su pelo y lo mantuvo prisionero en  una falsa calva que había comprado en un bazar barato y cubrió lo máximo que pudo su cara. Luego salió reptando del coche. Sus ropas negras se movían seguras amparadas en la oscuridad y fueron aproximándose a la casa. Cuando llegó a la puerta trasera rebuscó entre las piedras hasta dar con la que buscaba. Le dio la vuelta y observó burlonamente que la llave seguía adherida con celo. Una punzada de ira recorrió su médula espinal al comprobar lo segura que se sentía la araña, como si no supiera que se había enfrentado a una fuerte enemiga, y otra de deleite la sustituyó al pensar en lo pronto que se daría cuenta de su error.
Tomó la llave, la metió en la ranura e hizo girar la cerradura con un movimiento de aquella muñeca que podía controlar al fin. Sonrió al pensarlo. Como una exhalación entró en la casa y se quedó parada en el oscuro vestíbulo, esperando. Si oía algún sonido que indicaba que la araña se había despertado era preferible estar lo más cerca posible de la puerta. Unos segundos anclada junto a la entrada de la casa le bastaron para confirmar que no se oía nada. La araña dormía sintiéndose a salvo. Las piernas que podía volver a controlar se pusieron en marcha, sorteando los muebles hábilmente a pesar de la ausencia de luz, subieron las escaleras y llegaron hasta la puerta de la habitación. Sus dedos se deslizaron en el pomo, empujaron la puerta y sus pies la llevaron sigilosamente hasta la cama. La observó dormir tan plácidamente como si todo lo bueno del mundo se debiese a ella. Después sacó el martillo de la mochila que llevaba con ella, alargó la enguantada mano y zarandeó ligeramente a la araña. La chica frunció el ceño por ver su sueño truncado y llevó una mano a sus ojos para frotárselos. Marta, erguida junto a la cama, estudió cada movimiento tan libre de las patas de la araña con rabia asesina. Después, la falsa mariposa abrió los ojos al fin y se encontró con la negra figura al lado de su cama. Su mirada se dirigió directamente a los ojos del intruso, lo único que podía ver. En el momento que los reconoció su boca se abrió para dejar escapar un grito de horror al mismo tiempo que el martillo de Marta impactaba contra su nuca.

La araña abrió los ojos y en cuanto la luz penetró en ellos un ramalazo de dolor intenso cruzó por su cabeza. Quiso levantar una mano para agarrarse el cráneo, pero no pudo. Llevada por la curiosidad y el pánico volvió a entreabrir los ojos y se encontró tumbada y atada en un sitio completamente desconocido. La habitación tenía las paredes grises y desconchadas, y unos potentes faros la iluminaban. Miró a su alrededor frenética, con el miedo crispándole la piel y el cerebro intentando urdir un plan de huida. Sus ojos se posaron entonces en Marta. Con el mismo atuendo con el que la había sorprendido en su casa, estaba sentada pacientemente en una silla. Se había descubierto la cara y su expresión era de tranquila paciencia. Cuando sus miradas se cruzaron Marta sonrió y le dijo "Por fin te despiertas", paladeando cada sílaba como si eso le produjera un gran placer. Entonces la araña entendió que no había intentado matarla en su dormitorio y fallado, sino que la había querido allí, viva y, sobre todo, despierta. ¿Por qué?
Como si hubiera leído su pensamiento, Marta se incorporó y se dirigió lentamente hacia algo que estaba a sus pies. La chica tumbada intentó mirar, pero el fuerte correaje hacía demasiada presa y no le permitía moverse apenas. Sin embargo, Marta movió el objeto misterioso que se hallaba a los pies de su presa hasta dejarlo a la altura de sus ojos, y entonces la araña pudo ver que se trataba de una bandeja elevada sobre unas patas con ruedas. Lo que vio sobre la bandeja le heló la sangre. Enormes ganchos y gruesos hilos adornaban la superficie metálica. Buscó los ojos de Marta y en ellos solo vio una satisfacción extrema ante su reacción de miedo.
Cada hilo estaba unido a un gancho transformando aquello en una especie de macabra aguja de coser. Los dedos de Marta tomaron delicadamente uno de los ganchos y el hilo lo siguió de forma dócil. Fingió examinarlo ante sus ojos como si se sorprendiera de ver semejante cosa, y luego una sonrisa de tiburón cruzó por su cara. La araña no tardó demasiado en entender que aquel gancho se dirigía a ella con la plena intención de atravesar su carne.
Marta comenzó por aquellos miembros que la chica podía ver. Aparte del dolor que iba a causarle quería ver el horror que le producía ver su carne maltratada. Cada gancho fue introduciéndose deliciosamente en la piel y el músculo de la araña: los primeros en sus brazos, y luego continuó hacia las muñecas y las manos. Para los dedos usó ganchos más pequeños, y aún así un seco chasquido y el alarido de la falsa mariposa le confirmaron que uno de ellos había hecho pedazos un hueso. Entonces observó que, de hecho, los dedos rotos eran más flexibles y adecuados para su tarea, así que partió uno por uno los nueve dedos restantes e hizo otro tanto con los diez dedos de los pies. Sus ganchos siguieron atravesando la blanca carne de las piernas, los tobillos y los pies, y los alaridos se volvieron extremadamente intensos cuando alcanzaron las blandas zonas de su monte de Venus, sus caderas, su estómago y sus pechos. La araña sollozaba con gritos histéricos mientras las lágrimas resbalaban de sus mejillas. Marta pudo ver que el terror se acrecentaba todavía más cuando los implacables ganchos se acercaban a su cuello, y suplicó aún más clemencia cuando los pequeños que quedaban fueron aproximándose a sus mejillas, sus labios e incluso sus párpados. Cuando Marta terminó con el último párpado la araña era una masa sanguinolenta, inflamada y asustada que suplicaba como nunca hubiera imaginado hacerlo al dejar insultantemente la llave de su casa debajo de la piedra de siempre. Fue entonces cuando Marta desató todas las correas y la pobre chica abrigó la esperanza de que, una  vez terminada aquella macabra misión, la dejaría marchar.
Sin embargo, todavía había un brillo malicioso en los ojos de Marta. Su cometido no había acabado ni mucho menos. Separó cuidadosamente unos hilos de otros, escogió unos cuantos y tiró de ellos con celeridad. El grito de dolor de la araña rasgó el aire mientras, involuntariamente, su brazo. su muñeca y su mano derecha se elevaban en el aire. Después Marta inició un escalofriante baile con sus dedos, tirando de los hilos y luego aflojándolos mientras entonaba una canción infantil que la falsa mariposa no conocía. Después de jugar con sus extremidades, Marta tiró de los ganchos que atravesaban el pecho, la ingle, el estómago y las caderas para obligarla dolorosamente a incorporarse. La araña cometió el error de saltar de la camilla e intentar escapar, pero todos sus dedos rotos hicieron imposible su huida. Se cayó estrepitosamente, manchando el frío suelo de sangre, y Marta tiró de nuevo de los hilos abriendo más las heridas.

Quién sabe en qué momento se rindió la araña. Quizá llega un punto donde el dolor es demasiado y la mente humana opta por evadirse. Marta la sentó en la silla y siguió controlando sus miembros, con un placer inmenso al comprobar que la araña no podía controlar sus asquerosas patas. Pronto la chica se dio cuenta de que la había convertido en una marioneta y solo pudo llorar todo lo fuerte que supo porque aquellos hilos dolían mucho más que los que ella había tejido.
Cuando Marta se cansó, o bien se vio ya satisfecha, ató todos los hilos a una viga del techo. La araña gritaba de forma ronca. Algunos de los ganchos desgarraron la carne y tuvo que clavarlos de nuevo, pero las cuerdas vocales de la chica también estaban demasiado maltratadas. No se esforzó en limpiar, ya que no había ninguna prueba que dejase evidencia de su presencia allí. Lo único que podía delatarla ya había perdido tanta sangre que solo la mantenía consciente el dolor, pero pronto moriría.
Marta recogió su mochila y salió por la puerta. Se giró a cerrarla y observó a la chica suspendida en el aire por última vez para captar una imagen que no olvidaría nunca: una araña convertida, al fin, en un títere infernal.

Desconfianza

 Igual que cuando fuera llueve Y decide una, por no enfermar, Por prevención, porque se conoce el cuerpo, Ponerse un abrigo, la bufanda, los...