Ayer la marea subió
inundando las cuevas del valle de Venus,
recordando en las estrellas
el abrazo húmedo de tu carne contra la mía,
blanda, dura,
y una suerte de tormenta se desató
arrasando con los árboles
que me darían el papel para escribirte otra carta
que se ahoga en la orilla.
Cuando llegabas a mí,
como un pequeño animal cansado
de la marejada, yo me volvía loca
en esa calma intempestiva que compartíamos,
en esas sábanas que eran arena,
que se desgranaba beso a beso,
labio a labio,
cuerpo a cuerpo,
mientras ineludiblemente chocábamos.
Llenabas mi orilla de espuma,
mi entraña cubierta de sórdido oleaje,
tu nombre sonando en el eco
de cada poro de mi piel,
y en algunos momentos mi viento,
tan viajero, no quiso marcharse,
perdió el rumbo, el sentido, la cordura,
y en algún momento la vida
mientras cada ocaso me precipitaba
a encontrar mi perdición en tu costa.
Fuimos una sirena y un marinero
rompiendo contra las rocas,
necesitándose tanto que a ratos
nos olvidábamos de que una canción mía
o un arpón tuyo
significarían en cualquier momento nuestro final.
Fuimos una isla perdida y un barco
siempre destinados a separarnos pronto
y a nunca poder regresar.