martes, 8 de enero de 2013

El jardín de la colina.

En la sección de empleo del periódico no aparecía nada, como de costumbre. Tomó la taza de café con cuidado de no quemarse y sopló muy suavemente, removiendo la leche cremada de la superficie y borrando ligeramente el dibujo de una cara sonriente que había sobre ella. Arqueó una ceja pensando que era exactamente la imagen perfecta para resumir el día. Remoloneó un poco más en el gastado asiento negro de la cafetería, que decían los dueños era piel, pero en realidad no era más que plástico barato y bebió el café a sorbos mientras miraba la inscripción a permanente (Marta y Dani 07.07.03) que había pintarrajeada sobre la mesa y se preguntaba si Marta y Dani seguirían juntos después de los varios años que habían pasado. El último sorbo del café le desagradó; lo había revuelto mal y el azúcar había quedado acumulado en el fondo y, consecuentemente, en aquel último trago. Después posó la taza, se levanto y caminó hacia la barra de madera casi podrida mientras hurgaba en su bolsillo en busca de la cartera. La encontró, extrajo un par de monedas y las tiró sobre la barra con una inclinación de cabeza a modo de despedida. Mientras se encaminaba a la puerta rebuscó en el otro bolsillo en busca del paquete de cigarros, extrajo uno y lo encendió al atravesar la salida. Inspiró el humo del Camel caminando despacio hacia el coche y jugueteando distraído con las llaves. Llegó a la puerta del Opel y se recostó sobre ella mientras apuraba el cigarrillo y disfrutaba de la hora de calor más suave en aquel inicio de septiembre donde el calor apretaba con todas sus fuerzas. Cuando llegó al filtro estuvo a punto de quemarse los dedos y, con un gesto de desagrado, arrojó el Camel al suelo y lo apagó pisoteándolo con su deportiva. Entró en el Opel y condujo rumbo a casa.
Cuando atravesó la puerta, con otro Camel en mano, olisqueó el inconfundible aroma de las salchichas frescas que preparaba su madre. Esta le oyó entrar y salió a recibirlo a la puerta de la cocina con una bondadosa sonrisa en sus rosadas y redondas mejillas. Ángela tenía cincuenta años y era viuda y gorda. Viuda porque un cáncer de pulmón se había llevado a su marido, y gorda porque al morir Isaac ella se había asustado y había dejado el tabaco. Durante los últimos once años, Ángela se había hecho consumidora de sus propias uñas y de todos los pasteles que pudieran caber en su estómago cada vez más grande. Como consecuencia había perdido la hermosa figura que la acompañó hasta los cuarenta, incluso después de dar a luz a Aaron, y se había convertido en una rolliza salchicha fresca. Aaron volvió a arquear la ceja y la sombra de una sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios, satisfecho de haber encontrado otra imagen perfecta para el resumen, esta vez, de su madre. La sonrisa maternal de Ángela se borró cuando vio a su hijo llevarse el cigarro a los labios.
-¡Tu padre murió de eso, y mira a mí lo que me ha hecho! ¿Es que no piensas dejar el vicio nunca? ¡Sólo tengo un hijo!
Aaron sonrió levemente, se acercó y la besó en la cabeza.
-Mamá, no tengo más vicios, y quedan muchos años antes de que uno de estos me ponga enfermo. ¡Soy fuerte como un toro!
-Eso mismo decía tu padre -declaró Ángela frunciendo el ceño- Pero algún día esa porquería va a matarte.
Aaron suspiró sacudiendo la cabeza, se dirigió hacia el fregadero y apagó el cigarrillo bajo el chorro de agua. "Madres", pensó, "tengo veintisiete años y sigue tratándome como si fuera un crío". Aprovechó también para lavarse las manos, porque su madre siempre había sido muy estricta con eso, y se sentó a la mesa. No tenía hambre, venía de tomarse un café, e incluso le habían puesto un par de galletas rancias para acompañar, pero Ángela le servía en el plato salchicha tras salchicha con tanta ilusión brillándole en los ojos que no tuvo valor a decirle que no quería cenar. Pinchó una con el tenedor y la mordisqueó distraído.
-No sabes a quién he visto hoy -anunció Ángela.
Aaron miró a su madre, suspicaz.
-He visto a aquella chica con la que salías cuando murió tu padre, Silvia. Cómo me gustaba aquella chica. Sé que sólo teníais dieciséis años, pero si te hubieras casado con ella qué feliz sería yo. ¡No hay mujer más digna de mi niño! -Ángela cesó su verborrea al ver la cara de su hijo, que estaba deseando interrumpirla para no oírla hablar más de Silvia- Bueno, pues ahora es agente inmobiliaria, ¿sabes? Gana un sueldo bastante decente y está casada y tiene un bebé. ¡Tranquilo, que esto te interesa! Está intentando vender una casa, esa de los ricachones, la de la colina. Lleva un montón de tiempo deshabitada, y al parecer están buscando a alguien que la acondicione un poco porque saben que en el estado en que está ahora mismo no van a venderla nunca, y le he pedido su tarjeta para que la llames y le digas que estás disponible para trabajar.
-No soy albañil ni carpintero ni nada que se le parezca, mamá.
-¡No, no, pero no para eso! Está claro que la casa necesita una buena mano, pero ya sé que tú no sabes hacer eso. Pero tiene unos jardines que...vaya, ¿no recuerdas los jardines? Son gigantescos, la verdad, me imagino que a estas alturas ya parecerán una selva. Tenían aquel laberinto de arbustos tan bonito, ya sabes, donde se perdió Lidia, la niña de Abraham y su mujer. Al menos dicen que se perdió allí, pero alguien la hubiera encontrado, ya sabes que aquello no es verdaderamente un laberinto. Bueno, pues he pensado que a ti se te dan bien las plantas, siempre te ha gustado plantar tus cosillas, y necesitas trabajo. Quieren conservar el laberinto de los arbustos y claro, el resto del jardín, todo necesita una buena poda y una puesta a punto con ganas. Y tú necesitas trabajo.
Al terminar de cenar, Aaron dejó a su madre fregando los escasos platos y cubiertos usados y subió a su habitación. Encima de la mesilla estaba la tarjeta de Silvia. La tomó entre las manos,suspiró y marcó el número.

El Opel avanzaba por el camino hacia la casa de la colina, "la de los ricachones", como decía su madre, y Aaron ardía en su interior bajo otro día de Sol abrasador. Había hablado con Silvia, la charla informal primero, un poco incómoda, la profesional después, momento en que ella adoptó un tono neutro y formal y expuso las condiciones del trabajo con la eficiencia de una grabación automática. Lo que más le molestaba era tener que hacer un trabajo físico a aquellas horas en que el Sol estaba más potente y especialmente en aquella colina que siempre estaba taladrada más que ningún otro rincón por los rayos solares. Pero Ángela tenía razón, necesitaba el trabajo, y los dueños de la casa, "los ricachones", pagaban bien por un trabajo bueno y rápido. Al parecer querían deshacerse de la casa de una vez por todas.
Cuando llegó aparcó el coche frente a la verja metálica ante la imposibilidad de ir más allá con él. El jardín era ya una jungla, espeso y erigido hasta lo alto, infranqueable con el coche. Se dirigió al maletero, cogió sus herramientas y se encaminó hacia la enredada selva. La verja chirrió de un modo infernal y la mano derecha se quedó manchada de un ligero polvillo oxidado. Aaron la limpió contra la camiseta. Miró alrededor intentando decidir por dónde empezar, agobiándose desde el primer momento por la cantidad de trabajo que tenía entre manos. Finalmente se decidió y comenzó a trabajar.
Tronchó, podó y cortó durante horas, chorreando sudor. A medida que se acercaba la noche iba sintiéndose mejor al remitir el Sol, aunque tenía los músculos entumecidos, tumefactos por el esfuerzo. Sin embargo, había algo en el aire que lo llenaba de alegría, quizá ese olor a naturaleza, a plantas vivas, que siempre le había gustado, desde que en el colegio le habían encargado aquel proyecto de plantar semillas de amapola y hacerlas florecer. Por ello siguió trabajando, haciendo pausas para hidratarse y acomodar de nuevo la respiración, y llegó al laberinto. "Ahora sí parece un laberinto, con estos arbustos tan altos", pensó para sí mismo, "voy a tener que trabajar mucho contigo, amigo". Bebió un largo trago de agua recalentada por el Sol y se internó en el laberinto. Al hacerlo le vino a la mente aquella canción infantil que se habían inventado los niños más mayores para asustar a los pequeños cuando Lidia, la niña de seis años, desapareció. Sin darse cuenta comenzó a cantarla (Lidia se perdió en el laberinto, la buscaron con ahínco, pero nunca apareció, el laberinto la tragó). Siguió podando y cantando distraído mientras la noche caía abrupta sobre la colina.
Y entonces la verja chirrió. Aaron dejó de cantar y arrugó el entrecejo hacia el lugar de donde había venido el chirrido, con las manos todavía en alto sosteniendo cada una un extremo de la tijera de podar. Pasaron unos cuantos segundos donde no se oyó nada, y Aaron se encogió de hombros dando por sentado que se lo había imaginado. Podó otra de las ramas y, nada más caer esta al suelo, la verja volvió a chirriar, pero esta vez no cesó cuando Aaron dejó de trabajar. El chirrido se extendía, hasta que se oyó entrechocar una de las puertas con la otra. La verja se había cerrado. "Habrá sido el viento", pensó Aaron haciendo un mohín con la boca. "Salvo que no hay viento, claro". Era cierto. La noche veraniega era bochornosa, y aunque Aaron hubiera agradecido infinitamente la presencia de una fresca brisa, la verdad es que no había ni pizca de aire. "Joder, tío, tal vez estás alucinando. Llevas un montón de horas trabajando, estás cansado, coge el coche y vete a casa". El coche. Aaron levantó la cabeza bruscamente al escuchar el rumor del Opel. "¿Qué cojones...? ¡Putos yonkis! No me extraña que quieran deshacerse de esta casa, es un puto nido de delincuentes".
-¡EH! ¡EH! ¡SEAS QUIEN SEAS, FUERA DE MI COCHE, CABRÓN! -gritó. Notaba las venas del cuello tensarse mientras distinguía el sonido del motor más bajo, alejándose -¡EEEEEEEEHHHH! ¡VUELVE AQUÍ! ¡EEEEEH!
-Lidia se perdió en el laberinto, la buscaron con ahínco, pero nunca apareció, EL LABERINTO LA TRAGÓ.
Aaron giró la cabeza hacia su derecha. Su mano aflojó la presa sobre las tijeras de podar mientras sus ojos estaban clavados en aquel arbusto detrás del cual alguien había canturreado la canción de Lidia la perdida. Las tijeras estuvieron a punto de caerse y Aaron las agarró más fuertemente: si se caían, harían ruido. Si hacían ruido, quien fuera que estaba detrás del arbusto lo oiría. A pesar de que sus pulmones se habían quedado como agarrotados y encogidos y respiraba deprisa para intentar llenarse de aire intentó hacerlo de forma suave.
-¿No me has oído? Lidia se perdió en el laberinto, la buscaron con ahínco, pero nunca apareció, el laberinto la tragó. ¿Por qué no cantas conmigo? Yo sé que te la sabes. Te he oído cantarla.
Aaron se mordió con fuerza el labio inferior hasta hacerlo casi sangrar. "¿Quién cojones tiene que estar aquí a estas horas, joder?". No era sólo eso. No sabía distinguir si la voz era de mujer, de hombre, de niño o de niña. Era una voz tan neutra e inexpresiva que le recordaba al tono profesional de Silvia, salvo que Silvia sonaba como Silvia. Con el máximo sigilo del que fue capaz se agachó y, con cuidado de no hacer repiquetear unas contra otras, guardó las herramientas en su maletín, lo tomó por el asa y comenzó a caminar despacio hacia atrás, quitando la vista del arbusto únicamente para asegurarse de que no pisaba ninguna rama. No quería hacer chasquear ninguna rama.
-No vas a salir de aquí.
Un escalofrío recorrió la médula espinal de Aaron, lo aterrorizó de la cabeza a los pies. Sintió el frío extenderse por toda su piel y el pequeño vello de los brazos comenzó a erizarse. Siguió caminando hacia atrás hasta que se introdujo en otro de los pasillos que creaban los arbustos; sintió entonces suficiente valor como para caminar más deprisa y mirando al frente, únicamente echando rápidas ojeadas hacia atrás. Desanduvo lo que había andado, siguiendo el rastro de ramas tronchadas hasta llegar a la entrada. Salvo que no había entrada. "¿Me he equivocado de camino? Joder, me he equivocado de camino. Soy imbécil". Miró a su alrededor. "Pero no puedo haberme equivocado de camino, he seguido el rastro de arbustos podados. La entrada estaba aquí, joder, lo sé.". Negó con la cabeza bruscamente. ¿Se iba a empecinar conque había una entrada antes allí y ahora no estaba? Qué tontería, los arbustos no crecían tan rápidamente, y estaba claro que debía de haber podado por alguna otra zona y no lo recordaba y por allí sería justamente por donde había entrado. Sólo era cuestión de buscar.
-Yo pensé lo mismo, pero este sitio cambia cuando llega la noche. Los arbustos se hacen distintos, las salidas se escapan cuando te aproximas a ellas. No vas a salir de aquí.
Aaron tragó saliva con dificultad debido al fuerte nudo de su garganta. Una parte de él quiso hablarle a aquella voz, preguntarle quién era, a qué se refería conque había pensado lo mismo. ¿Estaba fuera del laberinto, no? Si lo había conseguido él, o ella, o lo que fuese, Aaron también podía conseguirlo. "No si las salidas se mueven", replicó su cabeza. "Joder, pero qué chorrada. ¿Cómo van a moverse las salidas?". Decidió, por prudencia, no preguntar nada, no hacer ningún sonido, seguir buscando.
Las horas fueron pasando y el maletín lleno de herramientas pesaba cada vez más en su cansado brazo. Había terminado el agua y estaba sediento, asustado y ansioso por salir de salir y correr colina abajo. Correr los ocho o nueve kilómetros que lo separaban de su casa, llegar y echarse llorando a los brazos de Ángela como un niño a sus veintisiete años. Daba vueltas sin parar, y el sueño lo vencía. Sus ojos le traicionaban y le había parecido ver salidas un par de veces, pero había ido hacia ellas y habían desaparecido. "No han desaparecido, idiota, sólo te las has imaginado". Las salidas del laberinto eran sus espejismos en el desierto.
-Lidia se perdió en el laberinto, la buscaron con ahínco, pero nunca apareció, el laberinto la tragó.
Gruesas lágrimas rodaron por las mejillas sudadas y sucias de Aaron. Se sorbió los mocos lentamente tratando de no hacer ruido y comprobó que el labio inferior le temblaba de forma descontrolada. Pensó en Lidia, su compañera de clase desde los tres años hasta los seis, Lidia, la detective. Era irónico que siempre hubiera querido ser detective porque a su padre le gustaban las películas sobre Sherlock Holmes y al final nadie hubiera logrado averiguar qué había sido de ella. Precisamente esa ansia de misterio había llevado a Lidia a subir a la casa de la colina. Los niños de la clase le habían apostado dos bolsas de regaliz a que no sería capaz de ir ella sola, y Lidia nunca había sido cobarde porque para ser detective no se podía ser cobarde. Emma cogió prestada la cámara de su padre y se la dio a Lidia para que volviera con pruebas. Si volvía diciendo que había ido a la casa de la colina, pero sin pruebas, no habría regalices y todo el mundo sabría que mentía. El día señalado todos los niños de la clase se juntaron en el parque de la plaza; Emma dio la cámara a Lidia y esta partió hacia la casa de la colina con su pichi de cuadros y su coleta castaña. En cuanto anocheció las madres los llevaron a casa, les dieron de cenar y los acostaron. Una vez en la cama Emma tomó su walkie talkie y habló por él a Sara, su vecina de arriba y mejor amiga de Lidia. "Esa estúpida no ha ido a la casa de la colina. Ha robado la cámara de mi padre y se ha ido a casa. Más le vale llevármela mañana al colegio". Nunca hubo un "mañana al colegio" para Lidia. Examinaron la casa de la colina con la ayuda de los vecinos, y Sara aseguró haber visto la cámara del padre de Emma en el laberinto de arbustos; sin embargo, la pequeña fue a llamar a sus padres y cuando los condujo de nuevo la cámara no estaba allí. La hipótesis más extendida fue que alguien había encontrado y raptado a Lidia de camino a la casa de la colina o incluso al llegar allí.Ya por entonces la casa estaba abandonada y era un hervidero de drogas y criminales. No obstante, los niños de su clase siempre creyeron que Lidia había llegado, y que el laberinto se la había tragado igual que se tragó la cámara que vio Sara.
Y ahora allí estaba él, veintiún años más tarde, sin encontrar la salida.
-No vas a salir de aquí.
Los sollozos se escaparon de su garganta como si fuera un bebé en lugar de un hombre. Quería salir de allí. Nunca había deseado nada tanto en su vida.
-Yo también lo deseé. Deseé no haber querido nunca ser Sherlock Holmes. Grité primero "¡Watson, ayúdame!", que era un código secreto con mi padre, y después, cuando fueron pasando las horas grité "¡papá, papá"· Mi padre era mi héroe, pero nunca pudo salvarme. No pudo salvarme porque nunca supo dónde estaba.
La cabeza de Aaron comenzó a dar vueltas y sintió que se mareaba.
-Si en lugar de iros a casa hubierais dicho que me estabais esperando mi padre hubiera podido llegar, mi padre hubiera sabido que tenía que buscarme en el camino a la casa de la colina. 
-Joder -susurró Aaron - joder, joder, joder...
-Pero nunca pude escaparme, jamás pude salvarme yo sola.
Aaron sintió que las piernas le fallaban y se desplomó en el suelo. Sentado, con la espalda apoyada en un arbusto tanteó en sus bolsillos en busca de un cigarro. Lo necesitaba desesperadamente.
-En lugar de decirles dónde estaba cantasteis. CANTASTEIS. CANTA CONMIGO: ¡¡LIDIA SE PERDIÓ EN EL LABERINTO, LA BUSCARON CON AHÍNCO, PERO NUNCA APARECIÓ, EL LABERINTO LA TRAGÓ!!
La voz resonaba por todas partes, alta, tan alta que Aaron juraría que Ángela tenía que estar oyéndola también. Encontró el cigarrillo y sacó rápidamente el mechero de la cajetilla. Se metió el cigarrillo en la boca, encendió el mechero y aplicó la llama a la punta del cigarro mientras chupaba el filtro. Cuando el Camel estuvo encendido retiró la llama y entonces lo vio: semioculto entre el follaje podado el coletero de Lidia yacía a unos cinco metros de él en el pasillo del laberinto.
-Joder...
-Nunca vas a salir de aquí.



Ángela abrió la puerta principal creyendo que sería Aaron y se encontró de frente con un par de policías uniformados. El mayor de ambos, Abraham, el padre de Lidia, la perdida, la informó del gran incendio provocado en la casa de la colina.
-Ha sido un cigarrillo. El jardín estaba bastante seco, prendió con facilidad. -Abraham inspiró consternado- Aaron estaba allí, Ángela. Hemos encontrado su cuerpo carbonizado.
Ángela rompió a llorar sonoramente, perdió el equilibrio y cayó sobre la pared, cubriéndose la cara con las manos. Abraham la rodeó con sus brazos. Ángela se aferró al abrazo, al único consuelo que tenía en aquel momento, y entre hipos y sollozos murmuró:
-Yo sabía que algún día el tabaco acabaría matándolo.

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