viernes, 7 de septiembre de 2018

Hilo.


Imagínate un hilo tan largo que cruza las montañas y los ríos, la tierra llana y amarilla de Castilla, los campos de naranjas y los de girasoles y se pierde en la inmensidad del vasto horizonte. Sobre él caminan sin verlo las personas y los perros, le lloran las nubes, lo lame el Sol, lo abraza la tierra. Es la cama para los insectos y las rocas, tan fino y delicado que ni la araña lo nota y tan irrompible que permanece cruzando los kilómetros, de extremo a extremo, durante décadas.
Imagínate que lo llevas contigo, atado al tobillo, un fiel compañero invisible. Corre contigo cuando eres un niño y está contigo buceando en el mar en tus horas de playa. Duermes con el hilo prendido a los huesos y es él quien te vierte los ingredientes de los sueños que cocinas en la almohada. También crece contigo cuando llegas a la pubertad, indómito e inamovible, camuflado entre tu nuevo vello, escurriéndose entre los pechos incipientes y enredado en un corazón que comienza a sentir distinto. Pero tus ojos no lo ven, aunque empiezas a creer en él, y a buscarlo.
Entonces, cuando eras niño, trepabas a los árboles, corrías como el viento, te caías y raspabas las rodillas, pero nunca se rompía ni alteraba. Después vas caminando paso a paso, a tenderle la mano al adulto que vas a ser, y trepas a las nubes, corres a enamorarte, te caes y te raspas el corazón…y tu fe empieza a quebrarse. Hablan todas las lenguas del mundo sobre un hilo rojo y empiezas a preguntarte si nadie tiene ni idea de lo que está diciendo.
A veces piensas que si se viera desde fuera cada golpe que has vivido estarías cubierto de verde y amarillo, una suerte de moretón cansado, desanimado, cada vez más rendido.
Puedo imaginarme lo que quiera, pero la realidad es esta: mi hilo se estiró, se enredó, se quedó enganchado en lugares que no debía, pero nunca se partió. Mi hilo es elástico e incorruptible. Me tanteé las muñecas, la espalda, las caderas, los pies…todo buscándolo, pero nunca lo encontré. Lo tuve entre los dedos y lo acaricié entre mis falanges sin saberlo. Jugueteé con unas tijeras, cortando el aire, hastiada, “¡no existe!”, y hubo en esta demencia un cuchillo afilado que podía, él y solo él, cortar mi hilo: negación.
Pero entonces mi hilo, que es un ente vivo y lucha por permanecer, comenzó a asomar poco a poco sus inmateriales fibras y a dibujarse como un rojo diluido, casi un espejismo, y a lamerme las orejas cada noche con palabras en una lengua desconocida para mí.
Imagíname cruzando las montañas y los ríos, la tierra llana y amarilla de Castilla y los campos de naranjas y los de girasoles. Imagíname persiguiendo un delirio loco por las calles de Andalucía. Imagíname llegando a una estación y bajando de un tren a mi nueva vida.

Un hilo rojo solo se ve cuando los dos extremos se aproximan. Cuando se conocen, cuando se unen, cuando se funden en un abrazo. Entonces ya nunca más, da igual cuánto te alejes, vuelve a ser un hilo recto: ya será para siempre un círculo donde cabe el uno y donde cabe el otro, siempre tan unidos que sobra espacio donde edificarlo todo.
En el momento que mi boca y la suya se reconocieron, ligadas por una suerte de destino, el hilo cambió de color y se hizo verde, como sus ojos, y mutó de hilo a hebra de su cabello. Se hizo tangible, denso, suave, tomó forma y se hizo casa, tomó fuerza y se hizo iglesia, tomó tiempo y se hizo eterno.
Y brotó del suelo un campo de girasoles.

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